Hace tiempo llegó a mis manos uno de los tomos que Bruguera -allá por el principio de los años 70 del siglo pasado- tradujo del francés de las \»Histoires d\’amour de l\’Histoire de France\» (10 volúmenes, años 1955-67), en concreto el que se dedicó a Napoleón, cuyo autor fue el escritor y periodista francés Guy Bretón (1919-2008). Como define la contraportada del libro: \»Los grandes personajes históricos, figuras idealizadas gratuitamente, pintadas muchas veces con los colores de la adulación, aparecen ante nuestros ojos como hombres auténticos, junto a los cuales encontraremos siempre a una mujer… cuando no a muchas. […] Con singular desenfado, pero con un realismo abrumador, Guy Breton ha descorrido los velos de la intimidad para mostrarnos la \»otra\» historia de su país, que en infinidad de ocasiones es también la \»otra\» historia de Europa o incluso del mundo.\»
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Guy Breton |
No es que sea un apasionado de este tipo de lecturas -al contrario-, aunque entiendo que cuando uno quiere hacerse una composición de un personaje histórico pasado (en este caso Napoleón, aunque podría ser cualquier otro) interesa conocer todas las facetas del mismo.
El historiador Andrew Roberts, uno de sus biógrafos actuales más exhaustivos, siempre ha destacado que uno de los aspectos que más le ha llamado la atención del personaje es su sentido de humor. Yo añadiría en las situaciones más insospechadas, desde una revista de sus tropas, pasando por las entretelas de la corte hasta un cruento cañoneo en pleno campo de batalla.
Aparte del sentido de humor, las anécdotas simpáticas o directamente graciosas del personaje son también incontables y contadas por decenas de autores. Os remito como ejemplo a una entrada que ya tratamos en su momento:
http://byroncillo.blogspot.com.es/2014/12/el-disfraz-del-emperador.html
En el caso que nos ocupa con Guy Breton, que me recuerda en algunos momentos a nuestro escritor Carlos Fisas, nos retrata a un Napoleón empeñado en sus conquistas femeninas contra viento y marea, y en algunas ocasiones invirtiendo similares (sinó las mismas) energías y planificación que con la táctica desarrollada en el campo de batalla.
Os acompañamos un pasaje del libro que recrea una divertida anécdota con uno de sus chambelanes, Théodore de Thiard.
EL TEXTO
«Libre, Napoleón se aburría. El recuerdo de las noches pasadas con la ardiente dama de palacio le acosaba. Pasados dos días, empezó a mirar curiosamente a las damas del séquito y descubrió a una pequeña rubia sirviendo a la emperatriz en calidad de lectora. Se llamaba Ana Roche de La Coste y tenía exactamente veinte años.
Una rápida investigación le permitió saber que aquella joven era, desde hacía algunos días, la amante de su chambelán Théodore de Thiard.
Esto le irritó. Nervioso, llamó a Constant y le pidió detalles. El camarero, que estaba al corriente de todo, le informó que la cosa había ocurrido en La Novalaire, después del descenso del monte Cenis.
-¿De qué modo? ¡Decidme!
-Recordaréis, Alteza, que Thiard se ocupaba del vehículo que le precedía, con objeto de que las damas de la emperatriz no corriesen el peligro de precipitarse en el barranco. Pero, mientras nosotros descendíamos hacia el valle, se limitó a emplazar a un doméstico entre el coche y el abismo, y él desapareció.
-Lo sé tomó un trineo y llegó con cuatro horas de antelación a La Novalaire. Pero, ¿cómo se le reunió mademoiselle de La Coste?. Constant mostróse molesto.
-Pero, Alteza, mademoiselle de La Coste estaba también en el trineo … Y, como la bajada duró sólo diez minutos, dispusieron pues de cuatro horas para ellos …
Constant había acompañado esta última frase con un gesto. muy explícito, y Napoleón, molesto, se incorporó y paseó a lo largo y ancho de la habitación, dando, de vez en cuando, patadas a los muebles y lanzando injurias a un personaje imaginario ..
Por la tarde se mostró de un terrible mal humor. Olvidando su correo, los preparativos de la coronación y los asuntos de Estado, salió a pasear a caballo, con objeto de reflexionar más tranquilamente en el medio de suprimir a Thiard, sin provocar un escándalo.
Tras dos horas de meditación, creyó haberlo encontrado, regresó precipitadamente y llamó a Constant:
-¿Va Thiard al encuentro de mademoiselle de La Coste todas las noches?
-No lo creo, Alteza. Ayer por la noche durmió con madame Serrant.
-Gracias.
Y, como si se tratara de atenazar al ejército austríaco, Napoleón preparó su asalto. Sobre una gran hoja de papel, dibujó un plano del castillo y dispuso objetos -que representaban a los guardas- en los pasillos que conducían a la habitación de mademoiselle de La Coste. Era necesario llegar hasta esta pieza sin despertar las sospechas de los miembros del séquito, sin tropezarse con Thiard y sin alarmar la vigilancia de los espías de Josefina.
Cuando tuvo a punto su dispositivo, se irguió orgullosamente. Sus dones de estrategia se mostraban allí con tanta evidencia como en un campo de batalla … . Volvió a llamar a Constant y le tendió la hoja de papel.
-Haréis colocar guardias, a partir de las diez, en los lugares aquí indicados. Y que nadie se aproxime a la habitación de mademoiselle de La Coste en tanto yo este dentro …
Constant se inclinó y fue a transmitir las órdenes. Así que hubo salido, Napoleón, encantado con su estratagema, empezó a canturrear Malbrough s\’en va-t-en guerre como tenía costumbre de hacerlo en las vísperas de cada batalla …
A las once, abandonó el salón donde acababa de jugar una partida de cartas con algunas damas del séquito de Josefina, y simuló subir a su habitación. Pero, llegado al primer piso, se descalzó, subió de cuatro en cuatro las escaleras hasta el segundo, donde encontró a un guardia. A pesar de su aspecto de amante de opereta, a pesar de los zapatos que sostenía en la mano, tomó un aspecto severo y preguntó:
-¿No has visto a nadie?
-No, Alteza.
Muy dignamente, se dirigió entonces, siempre en calcetines, hasta el pasillo que conducía a la habitación de la dama de lectura. En una esquina encontró a otro guardia. Le miró fijamente a los ojos.
-¿Algo anormal?
-Nada, Alteza.
Esta vez, Napoleón avanzó de puntillas. Llegado ante la puerta, sacó una llave del bolsillo*, la introdujo con prudencia en la cerradura, giró lentamente y empujó el batiente. Lo que entonces vió le sorprendió enormemente … . El emperador se quedó clavado. Tras recuperarse, y esforzándose en esconder los zapatos que sostenía en la mano, dijo:
-¿Cómo habéis entrado aquí, señor de Thiard?
El chambelán, balbució:
-Por la puerta, Alteza.
Napoleón sonrió malignamente.
-Es imposible … ¿A qué hora?
-A las cinco de la tarde, Alteza.
El emperador, esta vez, se sintió incapaz de articular una sola palabra. Toda su ciencia de estrategia se hundió ante un poco de pasión y un poco de fantasía. Él que era apresurado en todas sus cosas, no había podido imaginar que un hombre fuera suficientemente \»valeroso\» como para acariciar a una mujer durante seis horas …
Se mordió los labios, miró furiosamente a los amantes y salió golpeando la puerta. Esta burlesca escena había sumido al emperador en un auténtico estado de rabia. Retirado en sus apartamentos, rompió cristales; injurió a los guardas, impropió a sus camareros y se acostó buscando a qué tierra lejana podría exiliar a Thiard …
Al despertar, ya algo tranquilo, pensó que era mejor conquistar a Ana con medios de los que no disponía el chambelán y olvidar el incidente. Le envió una joya. La bella era ambiciosa. A partir de aquel momento, dice Adolphe Peneau con su estilo particular, \»Thiard no mereció, en el secreto de su corazón, más que el título ridículo de precedente …\» ».
(*) Napoleón disponía siempre de un juego de llaves para todas las puertas del palacio que ocupaba.
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Fuentes:
– \»Historias de amor de la historia de Francia\». Tomo VII. Napoleón y las mujeres. – Ed. Bruguera, 1970
– http://www.goodreads.com/photo/author/587970.Guy_Breton
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