Leopoldo Stampa Piñeiro, diplomacia y letras en nuestra Historia

En el transcurso de esta semana conmemoramos el 10º aniversario de nuestro blog «El Rincón de Byron«, un proyecto personal que empezó su singladura en un ya lejano mes de noviembre del año 2014. Para tan significativa ocasión, hemos tenido el placer de conversar con un invitado especial, D. Leopoldo Stampa Piñeiro, quien amablemente ha accedido a dedicarnos parte de su tiempo para compartir su conocimiento sobre diversos aspectos de nuestra Guerra de la Independencia, así como de su obra dedicada a este crucial período de nuestra Historia.

Sin más preambulos os dejamos con la entrevista, por momentos transmutada en auténtica clase de Historia y esperamos que la disfrutéis tanto como nosotros confeccionándola.

(Leopoldo Stampa Piñeiro): «En primer lugar, muchas gracias por la invitación. Enhorabuena por el blog y por su aniversario. Y encantado de poder estar con vosotros y de poder contribuir a un conocimiento más profundo de la Guerra de la Independencia, que es uno de los objetivos del blog.

¿Qué significó esa guerra para España? Respecto a tu pregunta, yo te contestaría que guerra y política van siempre unidas. Así que, en el plano nacional, la Guerra de la Independencia generó de alguna manera la semilla del concepto guerracivilista, que a partir de 1814 se fue imponiendo. Es decir, al conflicto sí que se le puede atribuir, de algún modo, ese nacimiento de la división del país. De modo embrionario y tibio al principio. Luego la brecha se irá agrandando a lo largo del siglo XIX.

Jordi Canal, en un libro riguroso sobre el carlismo y las guerras civiles, señala que España vivió y sufrió durante la mayor parte del siglo XIX los efectos de una larga guerra civil, que él califica de discontinua, pero persistente. El primer desafío aparece en 1814, cuando se enfrentan constitucionalistas y absolutistas. A partir de ahí se sucederán los cambios en el trienio liberal, del 20 al 23, con persecuciones de uno y otro bando hasta que esa violencia fragua en la primera guerra carlista, y luego en la segunda, y luego en la tercera, y luego en las diversas asonadas. Es decir, el siglo XIX, desgraciadamente, queda instalado en una guerra civil casi permanente.«

«Sí y no. Como en todas las guerras la experiencia es dramática. Sin embargo, las guerras civiles son especialmente crueles y a lo largo de la Historia se han producido en gran parte de los países del globo. Jean-Claude Caron, en una de sus obras define la guerra civil como “la guerra de proximidad”, donde el vecino mata al vecino. Es la definición de una realidad tremendamente triste, porque ello representa la negación misma de la mitología nacional.«

«En el plano internacional, el conflicto agotó al país. España perdió relieve, y algo mucho más grave, perdió los territorios de Ultramar, ya que la derrota de la batalla de Ocaña a finales de 1809, supuso la invasión de Andalucía en 1810, con lo que el territorio peninsular quedó prácticamente ocupado en su mayor parte. Y no perdamos de vista que Fernando VII permanecía prisionero en Francia y que los franceses sojuzgaban toda la Península, salvo Cádiz y algunos territorios en Levante y Galicia. Ante ese estado de cosas, las instituciones de los Virreinatos decidieron autogobernarse. Siempre he pensado que si en aquella época hubiera existido la televisión y los medios de difusión que tenemos ahora, en 1810 los titulares hubieran anunciado que los franceses habían ganado la guerra. Ya no había nada que hacer. Y esa percepción vista desde Ultramar fue la que espoleó y estimuló los movimientos de secesión e independencia, al haber quedado rotos los vínculos físicos con la Península y al producirse el cambio de la dinastía reinante, debido a la ocupación francesa. En síntesis, la Guerra de la Independencia propició una concepción guerracivilista en el interior y la pérdida de las posesiones de Ultramar, con todo lo que ello implicó.» 

«No, en absoluto. No trasmitimos nada. Estamos ante otro tipo de sociedad. La enseñanza discurre por otros derroteros. El estudio de la Historia está en decadencia. A la gente no le importa porque no sabe para qué sirve. Y ese es un fenómeno que se ha generado en toda Europa y en España de manera muy acusada. Exagerada, diría yo. Mis hijas, que fueron alumnas del Liceo Francés, cuando les llegaba el momento de estudiar el periodo napoleónico, a mí me picaba la curiosidad y leía sus libros de texto. Ni siquiera había un tratamiento extenso sobre la figura de Napoleón y lo que su figura supuso. Y no hablemos ya de las campañas del Imperio. El tema es que ni se mencionaba. Se relataban de pasada los acontecimientos de la Revolución y del Imperio en sus aspectos sociales y culturales. Y ahí quedaba todo. Pues si eso sucedía en el sistema educativo francés, hay que imaginar que aquí los estudiantes, no tienen una idea muy clara de lo que fue la Guerra de la Independencia ni por qué se produjo, ni tienen una idea clara sobre su desarrollo, ni tienen una idea clara sobre su conclusión.»

«Yo creo que para entender lógicamente lo que sucede en el XIX, hay que empezar por la guerra de Sucesión (1701-1714). El final de la dinastía Habsburgo marcó el ocaso de España como superpotencia europea. A partir de entonces, en el Continente europeo, van a descollar dos grandes potencias: una marítima, Gran Bretaña y otra continental, que es Francia. Ambas predominarán durante todo el siglo XVIII. Por lo tanto, en esos momentos la duda de España es con qué potencia de las dos conviene aliarse. La duda quedó pronto resuelta ya que España se encontró en estrecha sintonía con Francia debido a que las dinastías reinantes en Versalles y en Madrid, es decir, los Borbones, pertenecían a la misma familia. 

La otra opción posible, Gran Bretaña, era impensable por la enemistad permanente que arrastrábamos con ella de toda la vida, que se había enconado más aún por el Tratado de Utrecht, a través del cual España tuvo que ceder a Gran Bretaña importantes territorios y otorgar a regañadientes concesiones comerciales. En fin, que los gobernantes de Madrid lo tenían claro.  A raíz de la firma del Tratado de Utrecht, una constante de la política exterior española durante todo el siglo XVIII, casi obsesiva, va a ser tratar de recuperar los territorios perdidos a manos de la Royal Navy y del ejército de Su Majestad Británica: Gibraltar, Menorca, La Habana y Manila. Para ello se apoyará en Francia a través de los Pactos de Familia, porque Francia es la potencia europea continental fuerte con la que convenía aliarse frente a la potencia marítima que es el Reino Unido.»

«A medias. Los Pactos de Familia, como sabes, fueron tres. Dos de ellos se firmaron durante el reinado de Felipe V y uno bajo Carlos III. ¿Objetivos? Recuperar, como digo, los territorios perdidos en Utrecht. Pero mientras tanto se hicieron cosas, ya que se actuó al unísono con los Borbones franceses participando como aliados en las guerras en Polonia y Austria y obteniendo como compensación Nápoles, Parma, Piacenza y Guastalla. Tampoco debemos olvidar la participación que tuvimos con los franceses, apoyando a los norteamericanos en su guerra de independencia contra Gran Bretaña.

Yo creo que la opción francesa era la más lógica, la evidente, y pudo haber funcionado y lo hizo durante un tiempo. Lo que quebró esa continuidad en la política exterior española fue la Revolución Francesa (1789), que resquebrajó hasta hacer añicos esa alianza y convirtió entonces a España y a Francia en enemigas, dando lugar a la guerra del Rosellón, y en frontera con Navarra desde 1793 a 1795.

Tras ello vino Napoleón. La situación volvió a cambiar. La única opción ante un potencial enemigo continental y poderosísimo como era Napoleón, era aliarse con él, y es lo que se hizo. Lo que sucedió fue que Napoleón no quería alianzas sino anexiones. Y, por lo tanto, de modo indirecto, nos echó en brazos de los británicos, de sus enemigos. Ya sabes…, el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Como vemos, la alianza con los británicos al comienzo de la Guerra de Independencia es puramente circunstancial y responde a esto que he dicho, pero la lógica más razonable en política exterior durante el XVIII era la lógica francesa no la inglesa.»

«Sí, me parece muy acertada tu pregunta porque, efectivamente, esos dos primeros años del conflicto son básicos. Es decir, si exceptuamos la batalla de Medina de Ríoseco (14 de julio de 1808), la guerra se inicia con una serie de victorias españolas, ya que se derrota a los franceses en la provincia de Valencia, en los combates de Las Cabrillas y El Pajazo (21 junio de 1808), San Onofre (27 de junio) y el 28 en Valencia capital. Posteriormente se les vuelva a derrotar en Mengíbar y en Bailén (16 y 18 de julio de 1808).

A partir de ahí, se produce una tremenda reacción francesa, protagonizada por la frustración del propio Napoleón ante los reveses sufridos. A consecuencia de esa reacción, desde noviembre de 1808 hasta noviembre de 1809, es decir en el plazo del primer año, la sucesión de victorias francesas es de tal naturaleza que prácticamente a comienzos de 1810, el 80% del territorio nacional peninsular está ocupado.

Entonces, insisto, me parece muy bien esa pregunta que haces porque denota que percibes que ese año inicial encierra, de alguna manera, muchas claves del conflicto. En ese periodo, como digo, que va desde la batalla de Tudela (23 de noviembre de 1808) hasta la de Ocaña (19 de noviembre de 1809) es cuando se consagra el éxito y la conquista de los franceses en la Península.»

«Efectivamente, en tan poco tiempo. El resto del tiempo que duró el conflicto, desde 1810 hasta 1814, se traducirá en un esfuerzo del bloque aliado en su conjunto (españoles, británicos y portugueses) para ir recuperando el terreno que se ha perdido en ese año inicial y, paulatinamente, ir arrojando a los imperiales al otro lado de la frontera. Es durante ese periodo de “recuperación de territorio” (1810 a 1814) cuando ocurren varias cosas que necesitarían un mayor análisis y una mayor clarificación y que, a veces, se pasan por alto, aunque son esenciales. En fin, serían varias y no puedo extenderme sobre ellas ahora, pero diría que se centran en la relación entre españoles y británicos, entre sus administraciones, entre sus mandos y entre ambos ejércitos aliados.»

«Aquello resultó ser un ejercicio muy complicado. Fue una alianza circunstancial y en cierto modo forzada. Cuando se inicia el conflicto, España y Gran Bretaña eran oficialmente enemigos y tuvieron que firmar un Tratado de Paz para empezar a hablarse y entenderse. Hasta entonces habían sido enemigos acérrimos. Hacía tan solo unos años, en 1804, los soldados peninsulares, virreinales y criollos del Virreinato del Río de la Plata habían derrotado a un numeroso contingente británico al mando del general Beresford, que había invadido Buenos Aires y Montevideo. Allí españoles-peninsulares y españoles-criollos los machacaron. El que estaba al frente de las fuerzas británicas, como digo, era el general Beresford, que luego sería el que mandó a todas las tropas aliadas en la batalla de La Albuera (11 de junio de 1811) tan sólo 7 años después. O sea, que la cuestión estaba muy calentita. Y en 1805 había tenido lugar el combate naval de Trafalgar donde las escuadras española y francesa se batieron el cobre contra las de Nelson y Collingwood. Es decir, tan sólo 3 años antes.

Con esos antecedentes, como he dicho, no quedó otro remedio que firmar el Tratado entre España y Gran Bretaña para calmar las cosas y negociar luego sobre la participación de las fuerzas de ese país en España. Primero las Sir John Moore y más tarde las de Arthur Wellesley, futuro Lord Wellington. A partir de ahí, arranca un asunto esencial como fue la doble percepción de la guerra que tenían, por un lado, los españoles y por otro los británicos. Es importante para entender la guerra, aclarar esa distinta visión de los aliados.»

«Para el gobierno de Londres, la guerra en la Península era una oportunidad para llevar a cabo una guerra de desgaste contra Napoleón, una guerra de atrición, que diríamos hoy día. Se trataba de erosionar, paulatina pero incesantemente a los ejércitos franceses en donde podían combatirlos. Ahora, eso sí, al ritmo que acomodara a Londres, con las cautelas y prudencias que convinieran a Londres y de acuerdo con las necesidades que determinase Londres. 

Sin embargo, para el Gobierno de la Junta Suprema de Sevilla, la intervención de los británicos se contemplaba desde otro punto de vista muy distinto. Se consideraba que los aliados habían adquirido una obligación para liberar el territorio español a través de la lucha común, lo que comportaba para los ingleses idénticos sacrificios que para los españoles. Por ese motivo se desencadenaban indignaciones colectivas como, por ejemplo, el hecho protagonizado por Wellington cuando se negó a acudir en socorro del gobernador Pérez de Herrasti en la plaza de Ciudad Rodrigo sitiada por los batallones del mariscal Ney. Hubo un clamor unánime “¡nos han abandonado!”, cuando lo que Wellington estaba haciendo era preservar su pequeño ejército, que no quería arriesgarlo en una acción que hubiera podido suponerle una amarga derrota.

Como vemos, existían dos enfoques distintos del conflicto. Londres trabajaba, lógicamente, por sus propios intereses y al margen de las exigencias o de los ruegos de los españoles y los españoles lo que trataban evidentemente, aunque de modo infructuoso, era que los británicos se acoplasen a los planes de campaña de la Junta. Bueno, esto parece ser el huevo de Colón, pero cuando se estudia la guerra generalmente no se tienen en cuenta estas dobles perspectivas que justifican o, por lo menos, explican determinados comportamientos tanto de los aliados británicos como de los propios españoles. Si ello no se tiene en cuenta al escribir, el historiador o el lector se queda muchas veces perplejo al no entender muchas reacciones tanto de unos como de otros.»

«Sí, ya veo que te fijas en dos batallas que son dos derrotas, y evidentemente no hay belleza en la derrota.»

«Hay enseñanza. Desde el punto de vista histórico, además, los hechos deben tratarse, deben ser relatados. Y lo que sí que hay también es sacrificio, y ello también debe ponerse de manifiesto. Esas dos batallas tuvieron lugar en unos escenarios que cuando yo los visité por primera vez permanecían prácticamente intactos. Incluso hoy día destacan entre los que están menos deteriorados. Por ese motivo era muy fácil imaginar sobre el terreno el desarrollo de la acción. A pesar de ello, Jorge, a mediados de los años 80, que es cuando yo empecé con esta pasión desatada por la Guerra de la Independencia, en ambas localidades, en Medina del Río Seco o en Almonacid, apenas tenían conocimiento más que de un modo somero de lo que había ocurrido en 1808 y 1809 en los campos próximos a Medina de Rioseco o Almonacid.»

«Absolutamente, absolutamente. Entonces, quiero creer, y esto sí que es importante subrayarlo, que el entusiasmo de los que en los años 80 iniciamos ese peregrinaje con publicaciones en libros y revistas, (recordemos especialmente a Dragona) o participando en conferencias, o impulsando la edificación de monumentos conmemorativos como el de Talavera y de otros lugares, o prestando atención al mundo de los vexilólogos, los coleccionistas de botones regimentales, los miniaturistas militares… Todos hicimos mucho por reavivar la pasión por aquellos acontecimientos. Todos nosotros fuimos pioneros del entusiasmo que suscitaba esa etapa de la historia. Ahora la huella la han seguido e incluso superado, muchos otros aficionados como los que propiciaron las primeras recreaciones de combates y batallas, o los diversos grupos asociados, los museos o centros de interpretación en gran parte de los lugares que protagonizaron episodios bélicos y ya, a partir del siglo XXI, la generalización de actos conmemorativos, celebraciones, la fundación de asociaciones como el Foro para el Estudio de la Historia Militar de España (FEHME) o el impulso a la iconografía, gracias a Ferrer-Dalmau, que ha podido materializar algo tan importante como son las representaciones pictóricas detalladas donde prácticamente no había nada, las colocaciones de placas y monolitos, blogs como el vuestro, direcciones en Facebook, … ¿sigo?

Pues todo esto es muy esperanzador y se ha materializado ya en algo bueno que está en línea con lo que sucede en otros países europeos respecto a este periodo, pero que en los años 80 era un erial con la excepción del monumento que había en Bailén, y prácticamente no había más. Entonces Medina de Rioseco y Almonacid se me presentaban como páramos solitarios donde yo me encontraba ante el campo de batalla prácticamente intocado y donde el desconocimiento y el olvido de lo que había pasado me impulsaba de alguna manera a que lo que sucedió allí aflorase y fuera conocido por las personas a las aquello les podía interesar.

Me preguntas qué hubiera sucedido si hubiera habido otros generales o de otro talante, que hubieran mandado las fuerzas ¿se hubieran ganado en ambas batallas? Pues yo creo que no. El despliegue táctico español en el campo de batalla (tanto en Medina de Rioseco como en Almonacid) fue precipitado, improvisado y deficiente; la superioridad francesa y la instrucción de sus soldados era manifiesta y por último la supremacía en la maniobra de las unidades francesas sobre el terreno, dejaba muy pocas posibilidades a los ejércitos de Cuesta y Blake en Rioseco y al de Venegas en Almonacid. Aunque hubiéramos tenido brillantes generales, con los mimbres que había, no se hubieran podido hacer mejores cestos.»

«Sí, con respecto a mi libro te explico el motivo de tratar aspectos de la guerra que raramente aparecen, como bien dices. Hasta entonces yo me había dedicado básicamente a escribir Historia militar químicamente pura: las batallas campales, los ejércitos, las operaciones o la historia de la Caballería española en el XIX… Llegó un momento en que pensé que evidentemente a lo largo de esos seis años no se combatió todos los días, es decir, había muchas cosas que se hacían porque las semanas y los meses eran muy largos. Me sorprendí a mí mismo leyendo en los diarios escritos de los protagonistas españoles, británicos, franceses, polacos… muchas referencias a la organización de fiestas, de bailes, a la práctica de la caza del zorro por parte británica o de juegos de pelota y de frontón, a la caza mayor y menor en dehesas y montes e incluso ¡carreras de caballos y ¡partidos de un tenis muy rudimentario! Un magnífico libro escrito por Carlos Santacara en 2005 “La Guerra de la Independencia vista por los británicos. 1808-1814” recolecta anécdotas, citas, experiencias e historias sacadas de los diarios y cartas, algunos de ellos inéditos, de los oficiales británicos. He preparado dos citas que tengo a mano y te las leo:

John Kincaid relata e experiencia en Martiago (Salamanca): “…allanábamos el terreno al final de la iglesia y con trozos de madera cortados en forma de raquetas, conseguíamos un sucedáneo de ese activo y agradable juego”.

Aquí tengo otra cita de Edgard Fitzgerald, oficial del 10º de Húsares británico en Olite (Navarra): “Me encuentro relajado como si estuviera en Inglaterra. Ceno a las cinco, me voy a la cama a las nueve, me levanto a las seis para jugar al tenis y al volver me tomo el chocolate que mi criado francés prepara de maravilla…”

«A eso voy ahora. Bueno, por mi experiencia profesional lo que también me resultó muy llamativo fue el mundo dual donde luchaban diplomáticos de ambos bandos que trataban de que sus regímenes, el de la Junta Suprema o el del Rey José, fueran reconocidos. En ocasiones hubo una pugna tremenda ya que coincidían en la misma capital y ponían en un brete al soberano en aquella época porque no se sabía a quién diablos hacer caso. Pero, además, aquello no se limitaba únicamente a conspirar en los palacios de los monarcas y maniobrar en los salones de las embajadas para ser reconocidos. Me he encontrado, y no me ha extrañado nada, un tipo de diplomacia muy activa

Por ejemplo, ante la carencia de caballos para la Caballería y Artillería española de la Junta Suprema, se propuso comprarlos a Marruecos y claro, el caballo que era un elemento fundamental de la guerra, equivalente a lo que hoy día sería un sistema de transporte y ataque, pues se convirtió en un asunto muy delicado porque los marroquíes también tenían presiones de los franceses para que no se llevase a cabo.

La misión de la compra se encomendó al cónsul general en Tanger. Pero antes había que convencer al Sultán. Los marroquíes ponían excusas. Hubo evidentemente sobornos, actuaron lo que hoy llamaríamos los servicios de inteligencia, pero aquello no se desatascaba.  El cónsul José Rodríguez Arias insistió muy hábilmente con sus gestiones, pero Muley Suliman contestó negativamente temeroso de los franceses, ya que “el pérfido Bonaparte nos había pedido esto mismo, no sabéis cuantas veces…”. Lograron finalmente comprarlos al bei de Orán, en Argel, a través del cónsul general José Alonso Ortiz.

Ante la falta de armamento para los ejércitos y para no depender exclusivamente del suministro de Inglaterra, otra de las gestiones fundamentales para la diplomacia española fue conseguir fusiles producidos en las fábricas de Austria. Se establecieron contactos con los austriacos en un momento en que Viena todavía estaba dudando de si volvía a la guerra contra Napoleón o no. La Junta Suprema de Sevilla decidió enviar como embajador a Eusebio de Bardaxí y Azara para que empujase diplomáticamente a Austria con el fin de que entrase en guerra contra Napoleón. Cuando el embajador Bardaxí llegó a Viena, los austriacos ya habían sido derrotados por Napoleón en Wagram, los franceses campaban por sus respetos y las fábricas de armas locales habían sido ocupadas por los napoleónicos.

Tuvo Bardaxí que pasar a Budapest para contactar a los fabricantes austríacos. Recurrió al cónsul que España tenía en Trieste para la compra. Este visitó varias fábricas existentes aún en Hungría. El único modo era sacar las armas sobornando a los comandantes franceses del lugar. No pudo ser. Se intentó hacer la gestión con un gentilhombre del emperador de Austria que estaba muy bien relacionado con un general austriaco, el barón Koller. Podían adquirirse 200.000 fusiles por dos mil quinientas libras esterlinas. El barón recibía un florín por fusil comprado. Bardaxí, el embajador, solicitó a su colega el embajador británico una letra de cambio por dos mil quinientas libras esterlinas…Después no recuerdo bien cómo se zanjó el tema. Creo que las armas debían ir a parar al cónsul de España en Malta a través de un buque inglés en el Adriático, pero la Junta de Sevilla no acabó de verlo. Les pareció una operación arriesgada… Quiero decir que no todo eran bailes protocolarios. Las embajadas peleaban por los asuntos esenciales para España en ese periodo de guerra.«

«Importante fue también nuestra presencia diplomática en Estados Unidos.»

«Pues los había. Hacía años, junto con Francia, que les habíamos ayudado a independizarse de Gran Bretaña en su guerra de Independencia americana y teníamos relaciones diplomáticas, desde 1778 con un comisionado diplomático que representaba a España en Filadelfia, Francisco Rendón. Bueno, a pesar de todo, el gobierno americano optó primero por una neutralidad cuidadosa. Aceptó tanto al representante diplomático del rey José como un diplomático de la Junta de Sevilla. El que representó a la Junta, después de varios diplomáticos que habían sucedido a los sucesores de Rendón; primero fue Valentín de Foronda y más tarde un ministro plenipotenciario, Luís de Onís. Había también un representante norteamericano en Madrid, un ministro plenipotenciario, George Irving.

Francia, España y Estados Unidos desde hacía 46 años, habían estado y seguirían estado en un mercadeo geográfico con los territorios al oeste del Misisipi. En 1762, por el Tratado de París, Francia había cedido a España la Luisiana el inmenso territorio de Luisiana que Francia ni podía ni quería defender. En 1795 España y los Estados Unidos firmaron el Tratado de San Lorenzo, en El Escorial, por el que definían la frontera común entre Estados Unidos y los territorios españoles de las Floridas y de los Estados Unidos y la provincia española de Luisiana. En 1800 Napoleón obligaría a España a incluir una cláusula secreta en el Tratado de San Ildefonso por la que España se obligaba a devolver a Francia el territorio de Luisiana.

Ojo, los territorios de la Luisiana, que España cedería a Francia en 1800, incluían la Alta Luisiana, la Baja Luisiana, Nuevo México y Nueva California, o sea traducido a la geografía actual, los estados de Arkansas, Misuri, Iowa, Dakota del sur, dos tercios de Dakota del norte, Nebraska, Kansas, Oklahoma, una parte de Colorado, Nuevo México, Wyoming y Montana.

Napoleón, a su vez, se ofreció a venderles a los americanos todo el territorio de Luisiana y lo hizo en 1803 por el equivalente a 15 millones de dólares. España, por lo tanto, se estaba quedando sin territorios (en lo que hoy son los Estados Unidos) teniendo que soportar las presiones y el empuje de las autoridades de Filadelfia. Los americanos, que estaban en esa época de su Historia en plena expansión territorial. Querían tierras y sobre todo las tierras de soberanía española en las dos Floridas y Texas. Y pronto las cosas se torcieron y se llegaron a las manos.

El rey José propuso a los Estados Unidos cederles Florida por una suma considerable, aunque los americanos preferían ocuparla gratis, al igual que Texas si se pudiera. Hubo combates de fuerzas españolas contra los colonos de Nueva Orleans y contra las fuerzas norteamericanas en la Florida en diciembre de 1810.

Una nueva agresión a los territorios españoles en Georgia y Florida tuvo lugar en 1811. Nuevamente aventureros y filibusteros, apadrinados por el gobierno americano trataron de ocupar la isla Amalia y las tierras ricas en algodón entre los ríos Santa María y San Juan. En la Florida occidental, ante la presencia de fuerzas del ejército regular americano hizo que se alertase al Virrey de Nueva España (México) y al gobernador de La Habana para que tomasen medidas y recuperasen el territorio por la fuerza. Pero ello no intimidó a los americanos. El 30 de noviembre de 1811, Clairbone se dirigió al Congreso de los Estados Unidos informando que todo el territorio de Florida se encontraba ocupado por los EEUU salvo el fuerte y la plaza de Mobile. En Cádiz, a miles de kilómetros de allí, y rodeado por las fuerzas napoleónicas, La Junta – convertida ya en la Regencia – examinó la posibilidad de declarar la guerra a los Estados Unidos.

El ataque a Texas se produjo en 1812. Primero ocuparon Nacogdoches con fuerzas mandadas por un ex oficial del ejército de los Estados Unidos apellidado Magee y en noviembre tomaron el fuerte La Bahía (que por cierto aún sigue en pie, con una cuidada restauración y un despliegue de restos de los combates, muy interesante). En el presidio de la Bahía, que es como oficialmente se llamaba, se habían refugiado los contingentes españoles al mando del gobernador de Texas, Manuel María de Salcedo, que resistieron bien, aunque más tarde se replegaron a San Antonio para esperar refuerzos del General de las Provincias Internas, José Joaquín Arredondo y del comandante del Presidio de Río Grande, Ignacio Elizondo, que avanzaron sobre el ejército del republicano Henry Perry. Las fuerzas de los dos vascos derrotaron a las del norteamericano en la batalla de Alazán recuperando La Bahía y Nacogdoches para la soberanía de la Regencia asentada en Cádiz.

Bueno, no voy a seguir desgranando las aventuras diplomáticas, pero hay temas importantes que en su momento jugaron un papel directo sobre la guerra.

Por no hablar de las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña, en el suministro de armamento, en las donaciones que hubo, en las concesiones comerciales que España hubo de conceder a Londres. Entonces, bueno, más que reivindicar la figura del diplomático, que el diplomático no hace política sino que ejecuta lo mejor que puede  la que el gobierno decide, sí que era interesante poner de manifiesto que existió una actividad diplomática de cierto calado, que evidentemente casi nunca se menciona.» 

«En cuanto al expolio y el pillaje, aquello fue escandaloso. El pillaje en España empezó de forma institucional con el rey José. El rey consideraba que las colecciones reales (entonces no existía el Patrimonio Nacional) eran suyas y por tanto con lo suyo podía hacer lo que quisiera. Y empezó regalando a varios mariscales y generales objetos de arte y sobre todo cuadros. Sebastiani, que fue uno de los más favorecidos y recibió lienzos de Ticiano, de Van Dyck y de Bordona, pero también a otros, a Dessolles, entre ellos un Velázquez y un Ribera.… El rey José se vio muy presionado por el deseo de Napoleón de crear un museo de pinturas en París y quiso regalarle pintura española. Entonces ordenó que se recogieran cuadros que estaban desperdigados en muchas partes de toda España, en las iglesias y los conventos. Y a esa labor se dedicaron un par de comisarios expertos en arte, Quilliet y Denon, que fueron enviados desde París. Denon hizo un envío de 200 cuadros (obras de Velázquez, Zurbarán, Pantoja de la Cruz, Carreño de Miranda, Ribera, Murillo, Cerezo…) para el Museo Napoléon de París, que fue el auténtico antecedente del Museo del Louvre.

En Andalucía, donde el mariscal Soult campó por sus respetos, acopió cuantos cuadros pudo, tanto para el Rey José como para el Museo de Napoleón de París, donde los mandaba directamente, pero sobre todo para sus propias casas, la de París, en la rue de la Université y la del Tarn en el château que se construyó en el Rosellón.» 

«Poco y a veces jaleándoles. Hay un libro de Nicole Gotteri que detalla la biografía de Soult, donde la autora francesa incluso justifica el comportamiento del mariscal, sin excusas. En el texto recoge la correspondencia entre el mariscal Soult y su mujer que residía en París. En las cartas se desvela que Soult le mandó al menos 10 rouleaux, es decir, lienzos enrollados, rollos, que es lo que significa “rouleaux”. Quitaban los lienzos de sus bastidores, los iban enrollando y los protegían con unas telas enceradas para que no les afectase la humedad, y debidamente empaquetados los metían en los carros que cada cierto tiempo llevaban a Francia los efectos personales de los generales y mariscales. Cada “rouleau” que Soult envió tenía cerca de 10 lienzos. Cada “rollo”. Bueno, pues desde finales de 1809 hasta el fin de 1812, el flamante mariscal mandó 10 rollos, lo cual significa 100 y pico cuadros, concretamente 109 según están detallados en el “Catalogue raisonné des tableaux de la galerie de feu M. le Maréchal – Général Soult”, redactado en París en 1852. Entre ellos se encontraban veinte lienzos de Zurbarán; quince obras de Murilllo; siete de Alonso Cano; tres del Divino Morales y varios de Valdés Leal, Sánchez Coello, Ribalta, Carreño de Miranda y otros muchos.

Bueno, pero le siguieron en la lista de depredadores otros muchos, el general Merlin, el general Dessolles, premiado por su comportamiento en la batalla de Ocaña, o el general Darmagnac, gobernador de Cuenca, y otros muchos. El intendente Mathieu-Faviers se apropió de ocho lienzos de Murillo, más uno del mismo autor que le regaló José I (“La Virgen con el niño en las rodillas”) y que fueron subastados en abril de 1837 en París, junto con otros dos de Alonso Cano y uno de Claudio Coello.

Todas las obras, Jorge, con la excepción de las que pertenecían al mariscal Soult, ya hablaremos de esto ahora con un poco más de detalle, fueron subastadas en París. Algunos, como Sebastiani, se dieron prisa y las vendieron en 1810 y un remanente de nueve obras de Velázquez, Murillo y Zurbarán, lo liquidaron sus descendientes en 1851. Otros cuadros, como los del teniente general Merlin, o Merlan, que dirían los franceses, salieron a subasta en 1839 y en 1852, ofrecidas por la mujer del teniente general, que era la española Mercedes Jaruco, que era sobrina del Gonzalo O’Farril, que había sido ministro del rey José…» 

«Más tarde, la sobrina de O’Farril, una vez que el general Merlin, ya en 1852, hubo pasado a mejor vida, despachó la colección de pinturas, nada menos que 28 lienzos, con obras de Rivera, algún Velázquez y alguno de Zurbarán (por ejemplo “San Pedro en meditación” subastado más tarde, en 1839 y hoy en la National Gallery de Londres). 

Los descendientes del general Darmagnac ventilaron su botín en 1857. Y más tarde los herederos del coronel Lejeune hicieron lo mismo. El coronel Lejeune era un hombre de gusto y sabía lo que tenía entre manos porque además de militar era pintor, y a él debemos varios cuadros de batallas, uno sobre la batalla de Somosierra y otro sobre la batalla de Chiclana, bueno, pues aparte de pintar, también “acopió”, y luego, en el año 1868, vendió su colección. Salieron a subasta varios cuadros de escuela, entre otros uno de Murillo y otro de Sánchez Salmerón.

Soult se llevó primero los regalos que le hizo el rey José, los institucionales, seis obras de Ticiano, Navarrete, Van Dyck. Debió tomarle gusto a las obras de arte de los grandes pintores europeos y su pillaje en Andalucía y sobre todo en Sevilla, que recogía en los Reales Alcázares, marcó la cifra de 109 obras de pintura española que se apropió para siempre.

En 1835 se dirigió al monarca Luis Felipe de Orleans para ofrecerle tres cuadros por la astronómica cifra de 500.000 francos. Las tres piezas ofertadas eran obra del pincel de Murillo, dos de ellas sacadas del Hospital de la Caridad “Curación del paralítico en la piscina” y “La liberación de San Pedro por un ángel”) y la tercera la famosa “Inmaculada Concepción”. El trato se cerró en abril de ese año, pero en mayo Soult – ignoro los motivos – se echó atrás. La colección Soult fue cautelosamente vendida por sus herederos. A la muerte del mariscal en noviembre de 1851, su hijo y su hija decidieron deshacerse de las obras subastándolas. Las ventas – 163 cuadros de los que 110 eran españoles –  tuvieron lugar en París, en tres sesiones los días 15, 20 y 22 de mayo de 1852 que incluían, aquí tengo a la nota, lienzos de Murillo, Zurbarán, Herrera, Morales, Juan de Pareja, el divino Morales, Alonso Cano y Ribera. El producto de la venta alcanzó la cifra de 1.467.351 francos, suma fabulosa para aquellos tiempos que escandalizó a los franceses.

A partir de ahí se fueron dispersando. El Museo Fabre de Montpellier tiene dos cuadros de la colección Soult entre ellas un “San Gabriel” obra de Zurbarán subastado por los herederos de Soult en 1852 por el precio de 2.555 francos. En 1858 vendieron al Louvre “La cocina de los ángeles” de Zurbarán y “Fray Junípero y el pobre”, de Murillo “Los funerales de San Buenaventura” de Zurbarán fue otra de las obras subastadas por la familia Soult en 1852 por 5.000 francos vendido al Louvre más tarde por el coleccionista George Tomline…

En 1867 se pusieron a la venta otras 16 obras pertenecientes a la colección de Soult, cuando demolió su casa en París. En esta subasta, sus herederos vendieron, entre otras piezas, la obra de Zurbarán, “San Román”, arrancada del altar mayor de San Román de Marchena (Sevilla) y que actualmente figura en las salas del Chicago Art Institute, junto con un “San Barulas” del mismo artista y de idéntica procedencia.

Aún hoy la familia de Soult, del expoliador, conserva algunas piezas de aquella rapiña, concretamente cinco obras de Zurbarán, de las que tengo el título de cada una, que nunca han sido expuestas ni reproducidas y que figuraban en los inventarios del Alcázar de Sevilla antes de ser robadas del mismo convento sevillano… y que me temo que hoy día están en el gran château de Soult, en el Tarn o en la casa de los herederos en París. Ya contaré algunas ideas fantasiosas y divertidas con Pérez-Reverte para intentar recuperar los cuadros…. Estas eran las llamadas colecciones particulares.«

«Las colecciones oficiales quedaron en el Museo Napoléon que luego sería el Louvre. Cayó el Imperio, volvió la monarquía con la Restauración de Luís XVIII, pero a pesar del cambio de régimen el expolio no lo devolvían. La Corte francesa esgrimió diversas excusas como que ya pertenecían al patrimonio nacional del país, que el pueblo francés no lo iba a entender, que la monarquía estaba recién establecida y era un injerto delicado en el sistema político francés y que no podría soportar un escandalazo de esta naturaleza, etcétera, y así se llegó al bloqueo.  Entonces, los aliados tuvieron que ponerse muy serios para recuperar las piezas robadas. No, es… total, que al final el asunto tuvo que politizarse… 

Wellington ayudó mucho en ese período cuando estaba de embajador en París, y finalmente las potencias aliadas recuperaron gran parte del botín napoleónico que seguía en el Louvre. El principado alemán de Sajonia fue el más afectado. Las autoridades de Dresde recuperaron 421 lienzos; de Austria se llevaron 323 y fueron 284 los procedentes del pillaje en España. Pero hubo saqueos en muchos otros países: de Brunswick se llevaron 210 lienzos de buenas firmas; de Holanda, de Prusia; de los estados italianos; de Módena, Parma, Toscana, Venecia, Milán; piezas del Capitolio; esculturas de colecciones privadas; bronces; mármoles; monedas…Esas piezas regresaron a sus países de origen. España recuperó gran parte del botín “oficial”. 

¿Qué sucedió con las que habíamos dicho que habían sido subastadas a lo largo de todos esos años? Pues, bueno, como pertenecían a colecciones “particulares”, fueron compradas por ciudadanos o por museos, y hoy cuelgan en numerosas pinacotecas, como el Hermitage de San Petersburgo, la Galería Nacional de Budapest, el Louvre y en museos de, ¿te leo la lista? Pues mira: Nueva York, Washington, Sarasota (Florida), Boston, Chicago, San Diego, Burdeos, Toulouse, Besançon, Chartres, Montpellier, Dresde, Viena, Edimburgo, Londres, Liverpool, Moscú, Zurich, Bucarest, Pau, Genova, Grenoble, Ottawa y Montreal y creo que me dejo alguno más. ¿Reclamarlos? cuando hay un vendedor que compra de buena fe, como era en este caso, es imposible, legalmente imposible, prácticamente un esfuerzo quimérico, de manera que, bueno, sabemos dónde están, prácticamente se sabe casi todo, yo en mi libro ofrecí una lista creo que bastante pormenorizada de dónde se encontraban, y lo que se puede hacer es admirarlos, pero ya recuperarlos por las buenas creo que no, a no ser que aparezcan en el mercado y los compres.

Alguno de los lienzos, recuerdo uno de los que se llevó el general Sebastiani el “Socorro de Génova por el Marqués de Santa Cruz”, uno enorme que estaba en el Palacio del Buen Retiro, pudo recuperarse a tiempo en aquellos años (estamos hablando de 1816) porque el propio Sebastiani lo puso a la venta y fue restituido a España por el coleccionista húngaro Von Nemes que posiblemente lo adquirió a Sebastiani. Pero Sebastiani lo ofrecía en su catálogo por 30.000 francos, de modo que no creo que la embajada de España lo adquiriese gratis a Von Neme.

Del consejero de estado Roux, el embajador Gómez de Labrador consiguieron en 1816 doce cuadros que tenía en depósito y que arrastraba los pies para devolverlos a la embajada de España en París una vez terminado ya el conflicto.

Otra de las obras, el cuadro de Van Dyck titulado “El martirio de San Sebastián”, que había sido robado en el Palacio de La Granja (Segovia) en 1810, fue recuperado por España doscientos años después, en 2009, cuando las autoridades españolas lo compraron, por 2,5 millones de euros, a la galería Weiss de Londres.»

«A los generales españoles no se les puede responsabilizar globalmente de las deficiencias las militares durante la guerra. Me explico. Los generales hacían los cestos con los mimbres que se les daba, y esos mimbres, pues no eran de la mejor calidad. El mariscal Soult, lo he leído en algún lugar de su biografía, fue el autor de una frase muy interesante. Decía que los españoles eran guerreros, pero no militares. Destacaba su valor, pero ponía en duda la organización, la disciplina y la instrucción. Fuese acertado o no el comentario, lo cierto es que, sin una estructura militar sólida de soldados, instruidos y formados, pues poco podían hacer los generales.

Y esta crítica me parece válida para el ejército regular español o más bien para lo que quedaba de él al comienzo de la guerra y durante su desarrollo. Pero, sin embargo, no creo que deba ser una especie de principio categórico que debamos aceptar como crítica común para las filas del ejército español. Recordemos, un poquito antes de empezar la guerra, en plena Pomerania sueca, las alabanzas que el mariscal napoleónico Bernadotte brindó a uno de los regimientos de caballería de línea de la división de La Romana, el regimiento del Algarve, durante la campaña de Stralsund, cuando dicen que dijo: “Yo, con este regimiento, entraría en el infierno y echaría de ahí al diablo”. Bueno, no es un mal piropo viniendo de un general napoleónico. De manera que lo que dijo tiene que ver algo con los ejércitos españoles antes de 1808. No debían ser tan malos. Lo cierto es que después de la crisis, tanto en Dinamarca como en Portugal tuvo que abandonar en esos territorios armamento, equipo y caballos y donde hubo unidades que quedaron prisioneras, que además eran lo mejorcito, la crema de la crema. Desafortunadamente el ejército regular español empezó en 1808, muy tocado y con muy mal pie.

Independientemente de todo esto y de las críticas al sistema por su carencia, hay que decir que hubo generales excepcionales como Zayas, por ejemplo, como Ballesteros, como el mariscal de campo Teodoro Reding o el marqués de La Romana. Otros bastante aceptables, yo tengo aquí apuntados algunos que me parece que sobresalieron como Girón, Trías, Mendizábal, el duque del Parque, Lardizábal, Freire y el general García de la Cuesta, a pesar de las intencionadas críticas británicas. Y algunos de los generales, por último, claramente ineptos, como el propio general Blake, el general Areizaga, el general Venegas, el general Palafox o el general Galluzo, por citar rápidamente algunos.»

«Sí, claro. Sin embargo, la cuestión, y vuelvo a repetirlo, no deben centrarse exclusivamente o monopolísticamente en la preparación de los cuadros de mando, aunque evidentemente tenía alguna importancia, ni si las Juntas concebían correctamente las campañas. Todo ello, con tener una trascendencia que no puede minimizarse, cedía ante un problema mayor, que eran los soldados sin instrucción, los oficiales y la calidad de su preparación, los generales y su experiencia, la ausencia de estados mayores para planificar las operaciones concretas, la calidad y cantidad del armamento, la práctica inexistencia de Caballería, la inexistencia de servicios de intendencia, cuyas misiones se guiaban a los comisionados provinciales y locales, y un largo etcétera.» 

«Respecto al papel de las Juntas, como elemento positivo o negativo en el planeamiento y oportunidad de las operaciones, creo que existe una tendencia acusada a censurar la conducta de las Juntas en la conducción de la guerra, considerando su labor como una inaceptable intrusión. Con ello se olvida que las guerras las declaran, las desarrollan y las terminan mejor o peor, los poderes públicos, es decir, los políticos que ostentan el mando de una nación y no los militares. Es cierto que los errores de la Junta Central y más tarde de la Junta Suprema fueron en ocasiones de enorme calado y que la política de nombramientos al frente de los ejércitos fue errática y a veces estuvo inducida por motivos que poco tenían que ver con la capacidad militar y sí en razones familiares o de amistad.

Eso es evidente. Pero la descalificación global, así de plano, del papel de las Juntas en la conducción de las operaciones yo creo que responde a veces a un cierto corporativismo de los historiadores militares que consideran que en los asuntos relativos a los ejércitos y a las operaciones sólo los militares estaban capacitados para llevar a cabo el diseño y el desarrollo de las campañas. Y la Historia nos demuestra que ello no es así. Por ejemplo, se cuentan por centenares en la correspondencia de Wellington, las cartas que están en la Universidad de Southampton, donde solicita instrucciones para la conducción de las operaciones al Secretario de Estado, Canning y al de la Guerra, Castlereagh. Y continuamente se las dan. Yo hice fotocopias de muchas de esas cartas para otro de mis trabajos (“La crisis de una alianza”). En la correspondencia se ve claramente ese ejercicio de petición de instrucciones y aprobación o no. Y en tiempos más modernos Churchill dirigía y modelaba en los debates con la oposición en el Parlamento Británico, la participación del Reino Unido en el conflicto, cuando, cómo y dónde, por no hablar de los Estados Unidos y del papel central de sus presidentes. Nadie se salía de la senda. El camino lo marcaban los gobiernos. Recordemos la reacción contra el general Patton cuando éste, basado en razones militares, quiso actuar de alguna manera por su cuenta. O la destitución del general MacArthur por el presidente Truman cuando el militar declaró públicamente su política contraria a la emanada desde la Casa Blanca sobre la guerra de Corea.

De manera que, aceptando que la Junta metió la pata en muchos de los temas que he citado, creo que su papel era conducir la guerra, puesto que se trataba del gobierno de la nación. Y mejor o peor, y yo creo que peor, lo hizo.

Otro asunto, según mi opinión, donde convendría profundizar un poco más es la situación del propio ejército español. Se dice, generalmente, que tenía problemas, que si el armamento, que si la uniformidad, pero… bueno, hay que analizarlo con mayor detalle. Un ejército es una maquinaria que debe estar muy bien preparada, muy bien instruida, muy bien rodada, muy bien entrenada y donde no se improvisa. Entonces, ¿sabemos cuál era la preparación e instrucción de los reclutas y de los soldados incluso antes de la guerra? ¿sabemos cuál era la formación de los oficiales? ¿conocemos cuál era el estado del armamento en la Infantería, los mosquetes, el número y cantidad de las piezas en Artillería y de su munición, las prácticas de tiro, la capacidad de transporte de las piezas en campaña? ¿cuál era el adiestramiento para la maniobra o los ejercicios que realizaban compañías, batallones, por no hablar de las brigadas y las divisiones? ¿Estamos al corriente de cuál era el estado y número de los caballos en los regimientos montados y de la remonta en los depósitos? ¿Cuál era la instrucción de los reclutas y los jinetes en la práctica de la equitación? ¿Y el nivel y frecuencia, si existía alguna, de los ejercicios de carga y repliegues y de la esgrima a caballo? 

En Francia y en el Reino Unido había tratados de equitación militar que detallaban ejercicios muy completos. El hecho de luchar con el sable no se limitaba a dar mandobles. Había que conocer no sólo la esgrima a caballo sino dominar al caballo bien, obligarlo a recular, hacerlo presentar el flanco o dirigirse al del caballo enemigo… Todo ello debía ser complementario con el manejo del sable. No era lo mismo un jinete bien instruido en equitación y en esgrima, formando en un regimiento del Ejército regular, que un aldeano subido en un caballo con un sable que apenas sabía cómo utilizar e integrado en unidades improvisadas donde a duras penas le habían enseñado a trotar.

Convendría conocer también la situación de la Artillería, saber más sobre la capacidad de ingenieros y la formación de los generales. Todo esto, que parecen cuestiones de Perogrullo, se analizan, a mi modo de ver, de modo un poco superficial. Se explica, y es cierto, que el ejército español había quedado mermado en sus intervenciones en Portugal y en Dinamarca. Pero, independientemente de ello, habría que estudiar más los defectos y las carencias del ejército regular. «

«No. Fue muy importante quedar privados de las mejores unidades, las más instruidas, las mejor armadas y equipadas y las que operaban al completo, pero además hay que analizar con cuidado para tener claro todo el cuadro otros factores como la situación de las tres potencias europeas, la Francia imperial, el Reino Unido, la Gran Bretaña y la España, entonces en declive. No es insignificante el marco político, económico y social en el que España tuvo que moverse y compararse con las otras naciones presentes en la lucha. España se encontraba en una situación muy desigual. Y esa desigualdad, además, alcanzaba a su estructura política. En el Reino Unido a pesar del conflicto el Parlamento sigue funcionando; la oposición seguía haciendo su papel a los diversos gobiernos; los presupuestos se discutían; las cuentas se llevaban con todo detalle; las embajadas, los servicios de información e inteligencia militar proseguían con su labor; la Royal Navy protegía el tráfico comercial, es decir, el país funcionaba como hubiera funcionado cualquier gobierno en paz. Y en Francia la situación que he descrito no era muy diferente. Pero, claro, esa Europa era muy distinta, muy desigual, las fuentes de riqueza no eran comparables, la organización de sus ejércitos, como vemos, tampoco era la misma. La calidad del ejército imperial francés, el mejor del mundo en aquella época, y la del reducido pero eficaz y bien instruido cuerpo expedicionario británico, contrastaba con las reliquias de lo que había sido el ejército regular español y con la ausencia de dinero y organización para reestructurarlo.

De manera que yo creo que es necesario hacer hincapié en esta situación. Muchas veces se juzga con cierta ligereza y obviamos el escenario que he descrito. Y hacemos recaer la culpa de los contratiempos de la contienda, solo en las Juntas y en los generales, que evidentemente alguna tenían, pero que no podían hacer milagros. Frente a las críticas de aliados y de los enemigos que desconocían la situación del ejército y administración española, es fácil hacer también aspavientos y reproches  y escandalizarnos como ellos por la irregular uniformidad de nuestras unidades o la heterogénea y discorde calidad de las armas de los infantes, sin entender que el país, empobrecido, endeudado, descuidado, demasiado grande y preocupado por mantener los muchos territorios que aún conservaba en América, en Filipinas, y en África…, no daba para más. Y, por supuesto tener en cuenta el gran problema, que es el que siempre predomina en las guerras: Dinero, dinero y dinero.» 

La gran ventaja que tienen los británicos es que escriben en inglés. Y como escriben en inglés y además han tenido una política editorial muy ágil, y muy buena y han distribuido y expandido por todo el mundo editorial su versión de la Guerra de la Independencia, de la Peninsular War, y de los ejércitos británicos, como si fuera la verdad evangélica.»

«Es algo distinto. El historiador francés del periodo está únicamente interesado en la figura del Emperador. Persiguen su rastro a través de las campañas en Italia, en Egipto, en Alemania, en Austria, en Rusia. Y en España, como solo estuvo dos meses, pues solamente hay simplemente una ligera mención a Napoleón y ya está. A partir de su salida en los primeros días de enero de 1809, la Guerre de Espagne es para los franceses la guerra a cuchillo, el protagonismo de los guerrilleros, las venganzas, los horrores, los grabados de Goya con degollados o empalados y algo de los ingleses.

Se apoyan en muy poca información, porque no les interesan las campañas que duraron seis años y en las que se batieron literalmente hablando, las primeras espadas del Imperio. Al menos hubo 16 mariscales franceses que tuvieron una participación directa en la Guerra de España constante: Berthier, Murat, Moncey, Lannes, Soult, Masséna, Víctor, Mortier, Jourdan, Bessières, Suchet, Ney, Kellerman, Lefebvre, Gouvion Saint-Cyr y Marmont. Bueno, esa es la gente que hubo, por no hablar de los generales, ¿no?» 

«Sí, Lasalle, Gazan, Ruffin, Latour-Marbourg, Merlin, Sebastiani, Mouton, Gerard… lo mejorcito de los ejércitos de Napoleón. Hubo gente de primera categoría. Y enfrente tuvieron a Lord Wellington y a generales británicos de relieve como Picton, Beresford (este entre los mediocres), Graham, Donkin, Fane, Hill, Long… Bueno, pues a pesar de eso, los historiadores del país vecino que han escrito y siguen escribiendo sobre las campañas napoleónicas en España, y hay legión, prefieren ignorar con escasas y brillantes excepciones las batallas regladas en los campos de combate con tales ilustres protagonistas y centrarse en la disputa  guerrillera rodeada de los tópicos de la crueldad española y todos los desafíos y fregados propios de la guerra irregular.

En fin, hoy día los historiadores contemporáneos van variando el tono y el argumento. Se investiga más y creo que las facilidades que ofrece la tecnología e Internet no son ajenas a ello. La biografía, también por las facilidades que ofrece la electrónica, es más asequible. Los archivos están informatizados y las traducciones de textos son más numerosas. Con lo cual, la capacidad de informarse más y mejor ha hecho que la producción también sea menos nacionalista más objetiva y más rica.» 

«A pesar de que nos puede y debe resultar antipático por lo que nos tocó, por el sufrimiento que provocó, por las víctimas causadas en la guerra, cerca de medio millón, por la devastación, el empobrecimiento de la nación y el déficit creado, pues, bueno, independientemente de todas estas cosas y si hacemos abstracción de todo esto, a mí la figura de Napoleón me merece cierta admiración desde un punto de vista que pudiéramos llamar intelectual.

Creo que ha sido una de las personalidades más importantes en la Historia. Lo digo sin exageración. Y pienso que la consideración a su figura, se produce cuando se analiza su comportamiento desde el punto de vista militar, tanto estratégico como táctico o desde los puntos de vista político y jurídico. Su enorme capacidad de gestión, su talento organizador, su habilidad, no son cualidades desdeñables… Aún permanecen las Escuelas Politécnicas que son la élite de la Ingeniería y Ciencia de Francia y que las creó él. Disfrutamos en toda Europa del Código Civil, que es el código napoleónico. A pesar de su republicanismo, los franceses mantienen como su más preciada condecoración la rumbosa y llamativa Orden de la Legión de Honor creada por él. Es decir, los efluvios napoleónicos en Francia, aunque se trata de una figura que suscita división en la sociedad francesa, siguen ahí. 

La guerra de España, la llevó desde la distancia, que no era lo mejor; pero él solo, frente a la cartografía y con los informes delante, adoptó decisiones sorprendentes e inconcebibles simplemente mirando el mapa, imaginando movimientos y ordenando actuaciones que son pasmosas por cómo acertó. Con Napoleón en España, los franceses hubieran ganado la guerra posiblemente en un año. Pensemos en lo que fue después de Bailén, que es cuando se alarma, cuando le echa el gran chorreo a su hermano José y le dice que sus generales parecen inspectores de Correos más que generales. Entonces él se pone al frente. En un año hay 10 batallas victoriosas para los franceses. De ellas, 6 ordenadas o dirigidas por él: Tudela, Espinosa de Los Monteros, Gamonal, Madrid, Uclés y Somosierra.

Algo más tarde, ya con Napoleón fuera de España, se suceden Medellín, María, Valls y Ocaña. Diez batallas en un año, a excepción hecha del glorioso empate de Talavera y de las victorias españolas de Alcañiz y Tamames. Diez batallas en un año, que llevaron a la conquista del 80% del territorio nacional, arrinconando la resistencia armada a la ciudad de Cádiz. Y eso fue un impulso cuando envió a la Grande Armée y cuando, además, por otra parte… sin ninguna duda.

Wellington tuvo la suerte de no enfrentarse con él directamente en la Península. Ciertamente también él utilizó de manera muy hábil su pequeño ejército, y lo llevó a cabo con maestría, la defensa contra Masséna en Portugal es brillante, pero le vino Dios a ver cuándo se produjo un hecho fortuito, como fue la decisión de Napoleón de sacar sus fuerzas de España para Rusia, pues dejó a los franceses en una situación de vulnerabilidad, lo que facilitó la tarea a los británicos. 

Pero no olvidemos que después de la tercera retirada de los británicos de España desde 1809, cuando Wellington vuelve a España, es cuando perfila su avance hacia el norte desde Portugal, y eso es lo que consagra su éxito final. Había un amigo mío que decía que Wellington es conocido por su victoria sobre Napoleón en Waterloo, pero Napoleón es conocido por sí mismo. Y, además, en cuanto a Waterloo, cuánto debió de agradecer Wellington una y otra vez a Blücher, no sabemos si lo hizo, que entrase en el campo de batalla cuando estaba a punto de sonar la campana y los británicos estaban contra las cuerdas. Pero bueno, creo que ambas figuras no son comparables.»

«Opino que Wellington y sobre todo la intervención británica en España (no digo en toda la Península sino en territorio español) es otro de los asuntos pendientes para tratar con más calma y con mayor rigor. Los propios británicos y los franceses e incluso los españoles, que pasan rápidamente sobre el periodo, hablan de la participación británica prácticamente desde casi el comienzo de la guerra, desde la batalla de Elviña o La Coruña.

Debemos mirarlo con cierto detalle y contando los días y las acciones bélicas. De los seis años que duró la guerra, desde mayo de 1808 hasta abril de 1814, los británicos estuvieron en España solo tres años y cuatro meses. Y de ese tiempo, esos cuatro meses, permanecieron acantonados en Badajoz, después de la batalla de Talavera. Allí, en Badajoz, el ejército británico sufrió una epidemia de tifus y de fiebre amarilla que le causó un importante número de bajas. Tuvieron más bajas ese otoño acantonados en Badajoz que las que tendrían dos años después durante la batalla de La Albuera que fue la más sangrienta de la Guerra de la Independencia. La epidemia se mantuvo en secreto, porque si en aquel momento los franceses hubieran sabido el alcance de la pandemia, podrían haber hostigado a las fuerzas de Wellington con consecuencias catastróficas.

De manera que, durante esos seis años de guerra, los ejércitos de Moore y luego de Wellington no participaron en combates más que durante tres años. Y en esos tres años, los británicos protagonizaron tres retiradas. La primera a Gran Bretaña, tras la batalla de Elviña (Corunna), y otras dos a Portugal: la que se produjo tras el empate de Talavera en 1809 vía Badajoz y la otra, después del fracaso de Wellington en Burgos en 1812, vía Salamanca y Ciudad Rodrigo.» 

«Si. Pero sigamos analizando. Hay más datos para tener en cuenta. Por ejemplo, aunque muchas de sus actuaciones fueron brillantes, y debo subrayarlas para no ser mezquino, también fueron muy escasas las batallas o combates en los que los británicos lucharon en solitario, sin ayuda de los aliados: Elviña, Fuentes de Oñoro, Arroyomolinos, Arapiles, Vitoria, y dos en los Pirineos, (Sorauren y Zabaldica). Punto. No cuento los asedios a plazas fortificadas como Ciudad Rodrigo, Badajoz, Burgos y San Sebastián, por cierto, todos ellos de amargo recuerdo. La supervivencia del ejército de Su Majestad Británica era la prioridad que tenía Wellington. Sacrificaba todo, todo lo demás por ello. Y todo lo demás era el auxilio a España y la defensa de Portugal que estaban subordinados a la conservación de su ejército, algo que debe considerarse normal pero que conviene entenderlo cuando se enjuicia el papel del ejército británico en la guerra de España. Y esto no era únicamente una obsesión de Wellington. Había instrucciones precisas del su gobierno Por eso después de la batalla de La Albuera, con el elevado número de bajas que se producen en ella, Wellington obliga de algún modo a Beresford, que era quien había estado al mando de los tres ejércitos aliados, a modificar el parte de la batalla. Y Wellington se lo comenta a Castaños. Y se lo comenta preocupado ya que con ese número de bajas el Parlamento posiblemente podría solicitar del gobierno, la retirada del ejército británico de España. O sea, Wellington tenía la espada de Damocles en la cabeza, ¿no?, y por tanto tenía que minimizar sus bajas y sus riesgos. Tenía que mimar a su ejército y preservarlo. No había otro. Entonces maneja al ejército con cautela, a veces con demasiada cautela, siempre lo había hecho, sin arriesgarse a acciones más que en aquellas en las que las circunstancias podían vaticinar una victoria segura y eso explica –entre otras muchas omisiones – el “abandono”, entre comillas, en Ciudad Rodrigo a Pérez de Herrasti, el portazo al general Cuesta antes de la batalla del Puente del Arzobispo o el esnobeo a la Junta Central antes de la batalla de Ocaña, de la que no quiso ni oír hablar cuando se estaba preparando la ofensiva.

Luego, también es verdad que los británicos materializaron su ayuda en un continuo flujo económico y material a través de suministros a los ejércitos españoles. Fue un esfuerzo generoso traducido en constantes envíos de fusiles, pólvora, sables, cantimploras, utensilios de cocina y de hospital…» 

«Uniformes, armamento, piedras de sílex, monturas, sables, morrales y préstamos en efectivo. Fue tremendo. Obviamente, las remesas de plata de Ultramar y las exportaciones de madera de roble de los bosques de Asturias y Santander para la construcción naval inglesa saldaron la deuda contraída, porque, aunque el apoyo inglés fue prolongado y abundante, no fue gratuito. 

En la última parte de tu pregunta te interesabas por la figura del propio lord Wellington quien, como es sabido, poseía un carácter fuerte. A juzgar por los comentarios de sus colegas españoles, era un individuo arrogante y glacial. Ello, por tanto, no facilitó el trato con sus homónimos españoles y mucho menos, con uno de los que más tuvo que relacionarse, que fue el teniente general García de la Cuesta. Cuesta tenía, eso sí, un talante polémico y genio vivo, de manera que fue la pieza idónea para la tormenta perfecta con el lord inglés, pero el general español no era ese inepto y desorientado personaje que nos han querido hacer creer muchos de los historiadores y cronistas británicos. Cuesta era un cierto obstáculo en los planes del clan de los Wellesley. Del clan de Arthur Wellesley, conocido por su título como el general lord Wellington; del clan del pequeño Henri Wellesley, que estaba aquí como embajador del Reino Unido en Sevilla y del clan de su otro hermano, Richard Wellesley, Secretario de Estado (hoy día ministro de Exteriores diríamos en España), que desde Londres instruía y coordinaba la política con su hermano el general y con su otro hermano el embajador siguiendo los intereses exclusivamente británicos. Entre los tres trataban de allanar el camino para conseguirlos. Y Cuesta era uno de los obstáculos políticos.

La figura de Wellington, en cualquier caso, sigue siendo polémica. Nadie puede privarle de su talento militar, pero en cuanto a lo demás… Hay una definición del teniente general Andrés Casinello, al hablar de Wellington, que a mí siempre me ha llamado la atención y que la he anotado. Para mí es una descripción impecable y que retrata el general británico en su relación con España y con los españoles. Escribe Casinello:

Como general, que lo soy, debo mostrarle mi mayor admiración, aunque como español, que también lo soy, el mayor de los desagrados por su carácter altanero y despectivo, desprovisto de cualquier gesto humanitario o de compresión ante nuestras miserias y desventuras. Le querría como jefe en la preparación de la batalla y durante su desarrollo. Después desearía su desaparición de mi vista.” 

Bueno, yo creo que queda dicho todo.»

«Hay mucho marketing y muy bien dirigido. Han sido maestros manejando su marketing bélico con mucha habilidad, tratando de deslizarse sobre el barro sin mancharse atribuyendo siempre la responsabilidad de los fallos a los demás. Esa es la visión que trasmiten.

Por no extenderme más…. hay una tendencia en la Historia, aunque tampoco se puede generalizar, que insiste en disfrazar la realidad a su favor. Casi todos los pueblos lo han intentado y algunos lo han conseguido. Y este modo de proceder no ha sido infrecuente entre los historiadores y cronistas de las Islas británicas. Hasta el punto de que aún perdura la idea, por poner un ejemplo, de que la batalla de Elviña o La Coruña fue una victoria británica. Esa caprichosa idea de convertir en una victoria ese sangriento “Dunkerque” del año 1809, donde el general en jefe, Moore, cayó en combate y su segundo en el mando fue gravemente herido y donde el cuerpo expedicionario británico tuvo que embarcar a toda prisa hostigado desde tierra por los cañonazos de las fuerzas francesas, es realmente admirable.  Y lo escriben sin complejos. Y así sucedió también con el Dunkerke de 1940 y con algún otro episodio bélico a lo largo de la Historia. Pues bueno, ello siempre caló eficazmente en la opinión pública, alimentada por un puñado eficaz de historiadores.

Uno de ellos, Sir Raymond Carr, británico, moderno, objetivo, buen conocedor de España, y que no pertenece a ese grupo al que me he referido, escribía con ironía desde su despacho del St. Anthony´s College de Oxford del que era rector (warden):

Gran Bretaña es un país de grandes tradiciones. Una de ellas es la tradición de caracterizar las derrotas como victorias.” 

Bien, pues efectivamente, aunque no podemos esconder la valía del ejército británico, sus eficaces antecedentes y el papel que jugó en la Guerra de la Independencia, sí que ponemos de relieve que esa especie de hiperexageración del britanismo les hace caer en estas cosas.»

«No. Fue rara avis. Es decir, a Wellington no se le conocen amigos en España. Yo creo que no tenía esa fibra que tú dices. El único fue, efectivamente, Álava. Yo no sé si a Wellington le gustó que hubiera sido un guerrero nato que había participado en el combate de Trafalgar y luego fue general en el Ejército. España le nombró como su representante en el Cuartel General aliado en París en 1815, por su relación con Wellington. El caso es que cuando se produjo la batalla de Waterloo, como sabemos, Wellington le llamó para que formara parte de su Estado Mayor. Invitado. Y gracias a Álava, volviendo al tema de los lienzos, cuando los funcionarios de Luis XVIII ofrecieron resistencia para devolver los lienzos y obras de arte que habían robado los franceses, Álava dio un toquecito discreto a Wellington, que entonces era embajador en París y Wellington mandó una compañía de casacas rojas que entraron a recuperar los lienzos españoles en el Museo del Louvre. Pero sí, era muy complicado. Como sabes, nació en Irlanda, lugar donde tenían los “manoirs”, “estates” y propiedades los grandes terratenientes británicos, los “landlords”.  Pero los ingleses despreciaban a todo aquello que fuera irlandés, por la enemistad secular con Irlanda, por las diferencias en la religión… Y cuando le recordaban su origen tuvo aquella respuesta que posiblemente no fuera cierta, pero que se lo atribuían a Wellington. Dicen que dijo:

– “Milord ha nacido en Irlanda?” 

– “Sí, en Irlanda. Sin embargo, el haber nacido en un establo no le hace a uno un caballo”.

Esa era la fama de “borde”.

«Como bien dices los afrancesados constituyen un fenómeno bien estudiado.  Si dieron de alguna manera lugar al comienzo de las dos Españas, hombre, posiblemente sí, aunque yo creo que la idea de las dos Españas tiene una conexión más directa con el nacimiento de la Constitución del 12. Esa minoría ilustrada tuvo mala prensa porque venía traída de la mano del invasor. De todas maneras, si la monarquía de José I se hubiese arraigado, mucho habría tenido que cambiar la sociedad española para que el liberalismo afrancesado se hubiera podido generalizar. Era un invento intelectual esperanzador para mucha gente, pero cuando echamos un vistazo a la sociedad de entonces, yo no sé si hubiera sido un experimento prematuro. En cualquier caso, yo les quitaría las etiquetas de colaboracionistas, término que surgió más tarde, después de la Segunda Guerra mundial hablando de los franceses cooperadores con los alemanes, y con una carga muy negativa.

La pregunta que me haces sobre la ucronía, me parece sugestiva porque hay que imaginar la cantidad de combinaciones que podrían haberse dado si el reinado de José I se hubiera consolidado y no hubiera surgido la guerra. A mí se me ocurren algunas. Imagino que también a ti.

Vamos a ver, en primer lugar, no se habría producido el levantamiento contra los franceses. No habría habido un 2 de mayo y ello habría hecho imposible la intervención británica a pesar de la presencia de los ejércitos británicos allí al lado, en Portugal, a los que no les habría faltado ganas de intervenir. Si hubieran permanecido en Oporto, hombre, es muy posible que un ejército combinado hispano-francés como el de Junot en 1808, habría penetrado y derrotado a los británicos antes o después para evitar esa amenaza tan próxima. En segundo lugar, con la alianza franco-española asegurada y bajo el control de José I, el ejército español habría tenido que reprimir con la ayuda francesa los brotes de las partidas de guerrilla que en cualquier caso se habrían producido con toda seguridad, por razones de bandolerismo o por razones de conflicto con los franceses locales. Quizás no habrían podido liquidar totalmente a la guerrilla, pero la resistencia se habría reducido pequeños grupos y no habrían supuesto una amenaza para el rey José. Al final la falta de armamento y munición que hubieran intentado suministrar los ingleses, sin éxito, habría conducido a las guerrillas a la inacción y finalmente a su desaparición.

Entonces, con la totalidad del territorio controlado por los ejércitos de José y con el envío de algunas unidades napoleónicas sobre todo de Caballería y un mayor parque de Artillería como refuerzo de los ejércitos españoles, el control militar de José estaría garantizado por las fuerzas hispano francesas y plazas fuertes se encontrarían en condiciones de repeler los intentos británicos de desembarco.

El caso de Gibraltar habría estado sobre el tapete. Los hispano franceses habrían tratado de conquistar la Roca con la idea de cerrar el Estrecho de Gibraltar a los posibles refuerzos británicos del sur de Italia. Claro que a pesar de este panorama un tanto oscuro para Londres, es muy posible que los británicos hubieran aprovechado el ataque napoleónico a Rusia para intentar volver a la Península donde habría menos fuerzas francesas, valorando sus opciones, que no hubieran sido muy optimistas. Pues, efectivamente – a diferencia de lo que pasó en la realidad – en este escenario ficticio e hipotético “los Moore o los Wellington” no hubieran tenido la cooperación del ejército español ni de lo que hubiera quedado de las partidas de guerrilla. Londres no se hubiera atrevido, es esas circunstancias, a ninguna operación en la Península solo con las fuerzas británicas.

En fin, creo que los británicos no lo habrían tenido fácil y a la larga la situación hubiera dado pie a las negociaciones y al establecimiento de toda una paz concertada de un modo muy distinto a la que surgió en el Congreso de Viena en 1814 y 1815.» 

«No lo pienso así. Hay un análisis del marqués de Villa Urrutia, que era también diplomático, en su libro “España en el congreso de Viena según la correspondencia de Pedro Gómez de Labrador” en la que radiografía a fondo, primero su personalidad y luego su función. El Congreso de Viena fue la primera conferencia internacional “moderna”, que reunió a las principales potencias de Europa con el objetivo de firmar formalmente la paz con Francia después de las guerras napoleónicas y rediseñar el mapa del Continente. Había cuentas que saldar, reajustes que hacer y compensaciones que solicitar. Pero Francia no era manca, y tuvo en Talleyrand a un habilísimo diplomático, que defendió magníficamente los intereses de las Tullerías parisinas.

Para imaginarse el Congreso de Viena hay que ponerse en situación. Curiosamente mi profesión me llevó a final de los años 90 del siglo XX a ser embajador en la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, con sede en Viena. Nos reuníamos en el Hofburg, que es donde lo habían hecho los diplomáticos de entonces, es decir las grandes espadas de la diplomacia europea: Metternich, Talleyrand, Castlereagh, Humboldt…, aunque evidentemente estábamos a gran distancia de parecernos a ellos. Ni color.

En la época en que yo fui embajador, en Viena se percibía aún la formalidad que emanaba de la ciudad. Aquel escenario en aquella ciudad, desprendía energía, precisión y realce. La grandiosidad de Viena no se había desvanecido. Si ello era así en 1996 puedo imaginarme sin esfuerzo el apabullante ajetreo del mundo diplomático y el despliegue de opulencia que imponía el fastuoso marco de la Viena de 1815 en la que desembarcó Gómez de Labrador, con pocos fondos, apenas sin apenas instrucciones y teniendo que competir con las mejores cabezas de la diplomacia europea.  ¡Pobre hombre…!  Porque España fue al Congreso de Viena sin ninguna orientación política ni un plan premeditado sobre la dirección más conveniente a nuestros intereses.

Entonces, en la época de Gómez de Labrador, la vida social en esa conferencia internacional que duró mucho tiempo, fue fundamental y exagerada. El marco de Viena era y sigue siendo espectacular. En aquellos días se alojaron en el Burg, dos emperadores, cuatro reyes, una reina y dos grandes duques. No se trataba únicamente de pasar el tiempo en los grandes bailes y saraos, sino que en esos salones se negociaba, se conspiraba, se prometían unas cosas, se “desprometían” otras y para eso hacían falta cualidades que siguen siendo esenciales en la vida diplomática hoy día: conocer a personas, crear confianza, ser sólido y tratar de que no pierdan en ti la confianza que se ha depositado. Gómez de Labrador era un personaje complejísimo, de genio vivo, adusto, engreído y tímido, y además no debía ser excesivamente generoso.  Cierto es que de su tacañería no tenía toda la culpa a él porque al parecer de Madrid no le enviaban fondos suficientes como para mantener una vida social de cierto rango, que en Viena era muy cara. Se dice que no organizó ni siquiera una recepción en su residencia del palacio Palfi, de Viena, que está en Joseph Platz. Su carácter adusto, antipático, acomplejado y su anodina participación en el Congreso, tampoco ayudaron a su imagen.

Tampoco se ocultó. Frecuentaba, quizás demasiado, la residencia de Talleyrand, y se alineaba con sus propuestas, lo que no se entendió muy bien por tratarse de la antigua potencia enemiga. Le impuso al zar Alejandro el Toisón de Oro en nombre de Fernando VII, y en los discursos después de la ceremonia, el propio Zar Alejandro se dirigió a Labrador señalándole que quería hablarle como soldado y no como político, haciéndole ver que Francia había sido enemiga terrible de España y de Rusia y demás potencias amigas y era necesario “que caminásemos de acuerdo con ellas y no nos allegásemos tanto a los franceses”.

Del Consejo de Estado he destacado cuatro bloques de instrucciones que se fueron enviando por correos en las valijas diplomáticas a Labrador:

  • Solicitar a las potencias aliadas que se exigiera a Estados Unidos restituir la Luisiana a la Corona española devolviendo España el dinero (“quince millones de duros”) que había pagado Napoleón a los Estados Unidos, faltando al acuerdo de retroventa. Aquello fue ignorado por completo señalando que el Congreso no se había reunido para reparar las frivolidades que España hizo antes de la guerra, en época de Godoy, fiándose del Directorio y de Napoleón Bonaparte.
  • Si ello no era posible, recuperar los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla y pedir para la Casa de Parma la isla de Cerdeña, que fue de España y donde en parte de la isla se hablaba español.  Pero el Zar apoyaba los intereses de la emperatriz María Luisa de Austria. Baza mayor.  
  • Entrar en negociaciones comerciales de aquellos países que quisieran comerciar con las provincias española de Ultramar.
  • Reclamar los documentos del Archivo de Simancas, del de Sevilla y del de la Corona de Aragón, y las pinturas, objetos de Bellas Artes de los Palacios Reales, del Monasterio de El Escorial, y de las catedrales e iglesias que hubiera trasladado el gobierno intruso de Jose I a Francia.

Las instrucciones que recibió de Cevallos fueron vagas, incoherentes y aún contradictorias, sin embargo, no eximen a Labrador de su responsabilidad como negociador. Dio numerosas pruebas de que carecía de las cualidades y conocimientos que debe reunir un diplomático digno de ese nombre, ya que uno de los requisitos esenciales para negociar con éxito, es el conocimiento, no sólo de los asuntos, sino de las personas que han de tratarlos y eso falto en absoluto a Labrador. De Talleyrand solo reconocía su serenidad; a Metternich lo calificaba de ligero, frívolo y poco delicado; Castlereagh para él, pecaba de indeciso y de Nasselrode pensaba que era tonto. Si con esa severidad juzgaba a los Ministros de Asuntos Exteriores de las grandes potencias, que eran y son considerados aún maestros en el arte de negociar, imaginemos que diría de los demás: pues los calificaba de ignorantes, tercos, orgullosos, palaciegos que no sabían más que hacer cortesías. Con esa pobre impresión de todos y cada uno de sus colegas, no era fácil que se hubiera entendido con ellos ni hubiese captado sus simpatías.

Esa fue en grandes rasgos, en grandes brochazos su labor, pero insisto, su falta de sintonía con quien debía tenerla y las muy torpes actuaciones en el Congreso fueron los que al final… bueno, se cogió pataleta tras pataleta, … Jorge, un desastre.»

«De los británicos ya hemos hablado. Hay centenares. No obstante, esta tendencia anglocéntrica a la que yo hacía referencia se va revisando en algunos casos, porque además hay, como digo, más material, acceso la documentación y a la bibliografía y eso modifica de algún modo el talante del relato. Claro, la ventaja de los británicos sobre los demás que han escrito sobre la guerra es que ellos escriben en inglés, ya lo he dicho antes, y como es el idioma de mayor difusión en el mundo, se propaga y se divulga.»

«Entre los británicos actuales Gates, sin olvidar los testimonios de militares británicos de aquel momento como Whittingham, y Moyle Sherer. Actualmente hay dos historiadores anglosajones – al menos que a mí me gustan – y que evidentemente escriben en inglés y que además tienen la ventaja de que no son británicos.  Eso, a mi modo de ver, puede ir dando un sesgo importante a la visión anglosajona, de la Guerra de Independencia.

Uno es el australiano Rory Muir, que tiene un tratado, una tesis doctoral que presentó en la Universidad de Adelaida que se llama “El gobierno británico y la guerra Peninsular desde 1808 a 1811”. Ahí desvela la complejidad de las relaciones políticas y militares hispano-británicas con citas continuas de la abundante correspondencia que maneja, sobre todo de Wellington. Es un trabajo que yo os lo recomiendo, además creo que se puede acceder a internet, aunque no sé si se ha traducido. Me parece muy importante porque explica además razonando qué es lo que está detrás. Es decir, lo que hablábamos antes del partido de gobierno, del partido de la oposición en el Parlamento británico, los problemas de los ministros, el problema presupuestario, las relaciones entre los embajadores… Muy interesante, y no ofrece esa simplista y maniquea visión donde los españoles son tontos, ineptos y desorganizados, y los británicos, perfectos, pacientes e impecables, lo que hacía imposible que nos pudiéramos entender… 

Luego hay otro que es un profesor canadiense que se llama Guy Dempsey que es autor de un libro que lleva como título “Albuera 1811”. Es un libro que va más allá de la impecable descripción de la batalla de La Albuera a través de una investigación documental y que por primera vez- y esto es muy importante – no cita únicamente fuentes británicas. Ha utilizado españolas (cita varias veces al coronel Guerrero) a fuentes francesas, y también obviamente británicas y fuentes polacas. Él mismo reconoce en la introducción de su obra que es un libro que equilibra la tradicional, son palabras suyas, “la tradicional y nada imparcial visión anglocéntrica”. Bueno, pues ya con eso demuestra mucho.

La Albuera, que es una batalla que a mí siempre me ha interesado mucho. He leído casi todo lo que se ha publicado sobre ella. Debo decir que el libro de Dempsey es definitivo. Agota ya cualquier investigación posterior sobre el tema. En el libro de Dempsey no se pueden decir más cosas, mejor dichas y con más detalle. Además, recurre con éxito a algo no muy común en los libros de ese género, interesándose en la biografía de los protagonistas. Te habla pues del general tal o el coronel tal y te cita su recorrido, sus antecedentes militares e incluso personales, qué es lo que había hecho hasta entonces, por qué ha llegado hasta ahí. Humaniza el relato. Es incluso ameno de leer, a pesar de ser un texto de pura historia militar y muy detallado que trata la batalla de modo exhaustivo. Entonces, bueno, ese es un camino esperanzador, en el sentido de que empieza a ver historiadores anglosajones, que no tienen la servidumbre de tener que agradar, incluso en su mundo académico, al Imperio británico.» 

«Con los franceses sucede algo distinto. Tienen evidentemente fama de chauvinistas de toda la vida. Quizá, entre los trabajos más objetivos y mejor documentados habría que destacar la inacabada obra del coronel Alphonse Grasset “La guerre d´Espagne (1807-1813)” de la que sólo publicó tres volúmenes, y que alcanzó únicamente hasta el Primer Sitio de Zaragoza. Una lástima, que esta obra, precisa y muy documentada, quedase incompleta, en 1932, no se sabe por qué. Para Bailén, otro coronel, Eugène Titeux, produjo un tocho muy interesante (“Le général Dupont, une erreur historique”), muy bien hilvanado de datos y correspondencia. Recientemente, para los coraceros, el coronel Olivier Lapray, ha publicado una obra interesantísima (“Cuirassiers de Napoléon en Espagne”) sobre los coraceros franceses en la guerra de España, tema este del que se sabía poco, prácticamente inédito hasta ahora y que la obra de Lapray saca a la luz. Y, ocupa un lugar destacado en la investigación el catedrático de la Sorbona, tristemente fallecido hace relativamente poco, Jean-René Aymes, que merecería una larga glosa aparte y que lamentablemente no tenemos tiempo para ello. Memorialistas de aquellos episodios, como Vigo-Rousillon, combatiente en la guerra, aportan experiencias muy válidas y de primera mano. El doctor Jean Sarramon, fallecido hace unos años, fue autor de trabajos minuciosos y de enorme interés: “La batalla de Vitoria”, “Napoleón y los Pirineos”, “Contribución a la historia de la Guerra de la Independencia”, en varios tomos de iconografía y relato; y Gerard Dufour, Jean M Lafon escapan a esa visión hiperbonapartista.

El resto, claro, en la deriva francesa, siguen la estela de Napoleón y analizan la guerra Peninsular con los tópicos consabidos y dibujando un escenario descriptivo y apenas investigado, en el que ellos ni se molestan ya en profundizar.»

«En cuanto a los españoles, dejando al margen las visiones nacionalistas basadas en el heroísmo patrio, que también existió, por supuesto, autores del siglo XIX, son deudores de ese clima. La obra de Toreno, de Clonard, de Muñoz Maldonado, responden a ese esquema. De ese período yo seleccionaría al general Agustín Girón, Marqués de las Amarillas, por su rigor y estilo crítico y por ser protagonista de las acciones que relata. Ana María Berazaluce publicó en tres tomos magníficos “Recuerdos (1778-1837)”. Realmente y aunque la edición de la Universidad de Navarra no cubre toda la guerra los capítulos de los combates en los que participó son excelentes. Y su “Interrogatorio”, sobre la batalla de Ocaña, publicado por FEHME, es una pieza histórica muy importante que añade luz a ese episodio aún no muy bien investigado. En el siglo XX, destaca Gómez de Arteche, con alguna reserva, pero con un trazo histórico, que yo creo que es correcto; Santos Oliver fue un maestro que plasmó muy bien la vida y el ambiente en Mallorca durante la guerra, y el coronel Priego autor de su monumental obra de “La Guerra de la Independencia”, que cubre todo el conflicto y que es analizado desde un punto de vista de estricta Historia militar, aunque se apoya mucho en Gómez de Arteche.  

Hablando de los clásicos, libros como el de Ramón Solís, “La Guerra de la Independencia española” son de obligada lectura. Y, bueno, mi entrañable amigo el coronel Juan José Sañudo, con el que he escrito algún que otro libro (“La crisis de una alianza. La campaña del Tajo en 1809”) en el año 1996 y (“Batallas campales de 1808”) en 2008, además de numerosos artículos, creo sin temor a exagerar que es en estos momentos la autoridad máxima en la materia, con un conocimiento muy detallado y una interpretación muy ágil y muy inteligente de la Guerra de la Independencia.

Pero bueno, hay muchos más. Contamos con un listado distinguido. Están presentes en el mercado editorial, con una obra de calidad y abundante, el coronel José Manuel Guerrero, con abundante obra sobre la Guerra e investigación muy detallada; Francisco Luís Díaz Torrejón, prolífico investigador  sobre la  Andalucía napoleónica, la campaña de Bailén y el rastro de sus prisioneros tomados en Bailén y un espléndido libro sobre el viaje del rey José a Andalucía;  Arsenio García Fuertes León, autor de variadas obras sobre el 7º Ejército español; Astorga en la guerra, y biografías de militares  españoles del período; Manuel Moreno Alonso, con publicaciones centradas en la entraña política de la época,  la Sevilla napoleónica, lord Holland o Jovellanos; Jesús de Haro y sus trabajos sobre La Mancha y  Bailen;  José Antonio Gallego y su muy interesante trabajo sobre el Cura Merino; Emilio Larreina, el mejor conocedor del conflicto en Alava y la batalla de Vitoria; Alicia Laspra, que ha tratado muy bien las relaciones de España con el Reino Unido durante la guerra; Jacinto Marabel, con inmejorables trabajos sobre la guerra en Extremadura; José Antonio López Fernández, con un buen estudio de la batalla de Chiclana; José M. Rodríguez tiene un muy bien ordenado, serio y clarísimo trabajo sobre la batalla de Talavera; Florencio Ontalva, con su libro muy trabajado sobre Ocaña; Ramón Guirao Larrañaga con sus publicaciones espléndidas sobre las batalla de  San Sebastián y de San Marcial; José A. López Fernández   y su estudio  importante sobre la batalla de Medellín; el teniente general José Ramón Pardo de Santayana autor de un espléndido libro sobre el guerrillero Longa; Alfonso Benito Rica  buen conocedor de la sociedad burgalesa, el movimiento guerrillero en ella y sus secuelas liberales  a partir de 1820; el mayor experto en vexilología y conocimiento riguroso sobre las unidades españolas al servicio del rey José, es sin duda, Luís Sorando; y destaca con precisión en iconografía y cartografía Francisco Vela; por su parte el coronel José Miranda Calvo publicó un meritorio y esclarecedor trabajo sobre la campaña del Tajo, en julio de 1809; Cristina Gonzalez Caizán autora de varios  artículos y libros sobre las unidades polacas en España; Sánchez Arreseigor, conocedor a fondo de la guerra en el país vasco; Miguel Ángel Martín Más, con muy serios trabajos sobre la batalla de los Arapiles, Ciudad Rodrigo y Salamanca; Jorge Sánchez, autor de investigaciones muy serias sobre la guerra y presencia de las fuerzas napoleónicas en Valladolid y su provincia; José Luís Arcón que domina el panorama de la guerra en Valencia; Jorge Planas Campos y Antonio Grajal, los “Martinien” españoles; Martín Turradao una autoridad en guerrerilla y contraguerilla; Miguel Ángel García García especializado en los episodios, combates y batallas ocurridos en Salamanca y su provincia durante la guerra, con una reciente y meritoria investigación sobre El Empecinado que ha salido a la luz hace poco y muchos otros como; el teniente general Casinello; Jesús Maroto; Manuel Moreno Alonso y Francisco Miranda Rubio especializado en Navarra.

Hay una colección también de historiadores que, siguiendo, quizás, la senda de Sañudo, van creando doctrina. Ahí están los trabajos de los Cuadernos de Bicentenario publicados por el Foro Español para la Historia Militar de España (FEHME) que dirige con maestría José María Espinosa de los Monteros, autor asimismo de artículos muy notables tratando biografías inéditas de oficiales españoles en el conflicto napoleónico… De hecho, si vas sumando cuaderno más cuaderno, hay un fondo documental de investigación muy nutrido, con una excelente calidad en la investigación, y que reúne a los mejores especialistas de la de la Guerra de la Independencia tanto de nuestro país como extranjeros de los que debo destacar a Vittorio Scotti y Gerard Dufour.

Estoy seguro que me he olvidado de alguno y ese me molesta porque la gran mayoría de los trabajos que han ido y van saliendo sobre la Guerra de La Independencia son muy recomendables y están muy rigurosamente trabajados.

Entonces, bueno, apostemos por que los canadienses y australianos Dempsey y Muir de algún modo enseñen el camino por donde hay que ir. Vamos a dejarnos de las mitologías de los grandes, de Wellington y demás, como si fueran hijos de los dioses y con los franceses yo creo que hay poco que hacer porque para ellos esto, si, si, esto les parece una guerra subsidiaria sin ningún relieve histórico, si no está conectado con la “gloire” y en la guerra de España no tuvieron mucha “gloire”.

Pues, Jorge, si no tienes más preguntas, encantado de haber estado aquí con nosotros y dispuesto a estar otra vez cuando sea necesario.»

Gracias a vosotros por el blog ya ti especialmente por esta entrevista. Adiós.»

* Agradecer muy especialmente a Leopoldo Stampa Piñeiro que nos haya atendido para la elaboración de esta entrada para «El Rincón de Byron». 


Leopoldo Stampa Piñeiro nació en Valladolid el 27 de mayo de 1949. Es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, Diplomado en Estudios Internacionales en la Escuela Diplomática y Diplomático de carrera por oposición. Ha estado destinado como Primer Secretario de Embajada en las embajadas de Hungría (1976-1980); Representación en la OTAN, Bruselas (1982-1986); y como Consejero de Embajada en el Consulado de Houston (EEUU) en calidad de Cónsul General (1997-1998). En España desempeñó los cargos de Consejero de Asuntos Internacionales del Ministro de Defensa (1986-1989). Fue Director General de Política Exterior para América del Norte y Asia en el Ministerio de Asuntos Exteriores (1995-1997) y Director General de Relaciones Institucionales del Ministerio de Defensa (2004-2007). Ha sido Embajador de España en la República de Indonesia (1989-1993) y en la República de Singapur (1992-1993), representó a España como Embajador en Viena en la Conferencia de Seguridad en Europa (1993-1995) y Embajador en la República Islámica de Irán en dos ocasiones (2000-2004) y (2008-2011). Ascendió por Real Decreto a la categoría máxima en el escalafón diplomático como Embajador de España en 2016. Posee la Gran Cruz del Mérito Militar y la Gran Cruz del Mérito Naval con distintivo blanco, entre otras condecoraciones.

Es autor de varios títulos, como «Spain and the Moluccas. Galleons around the World» (Yakarta 1993), «Pólvora, plata y boleros» (Madrid 2011), «La batalla de Almonacid» (Madrid 2011), «La batalla de Medina de Rioseco» (Madrid 2018), «Los galeones de las especias» (Madrid 2020), «España y Persia. Relato indefinible de algunos trazos de si historia diplomática (1572-1986)» (Madrid  2022) y asimismo es coautor «Regimiento de Pavía. 500 años de historia» junto con Julio Albi (Madrid 1984), «Campañas de la Caballería española en el siglo XIX«, junto con Julio Albi (Madrid 1986), «Un eco de clarines. La Caballería española» junto con Julio Albi y Manuel Silvela (Madrid 1993), «La crisis de una alianza. la campaña del Tajo de 1809» junto con Juan José Sañudo (Madrid 1996), «Napoléon et la Campagne d´Espagne. 1807-1814» junto con Jean Tranié y J. C. Carmignani (París 1998), «Modern studies on the War in Spain and Portugal. 1808-1814» (Londres 1999), «La Guardia Real en su historia» (Madrid 2004) y»Batallas campales en 1808» junto a Juan José Sañudo (2008).


Imágenes:

a – https://www.meisterdrucke.us/fine-art-prints/French-School/1471574/The-Kings%27-Cake-being-Cut-at-the-Congress-of-Vienna-%28November-1814-June-1815%29,-c.1815.html

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