BIOGRAFIA
Lejeune, General y Barón del Imperio (2) |
Sus padres eran originarios de Versalles, donde se casaron el 11 de abril de 1774. Su padre, Jacques Lejeune, era por entonces jefe de la Oficina del Mariscal Contades (1704-1796), comandante en jefe de la Alta y Baja Alsacia. Durante sus años alsacianos, el joven Louis François aprende alemán, queda fascinado por los jóvenes oficiales de la guarnición y es introducido por su padre en la pintura. De hecho, tenía de por sí un gusto por la cultura y las artes ya que fue a la vez escritor, gramático, escultor, músico, dibujante y pintor.
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Batalla de Lodi, por Lejeune (3) |
Lejeune es transferido a los ingenieros en 1795 y trabajó ese año en el campo de Grimlinghausen cerca de Dusseldorf. Al año siguiente supervisó la construcción de tres puentes sobre el río Rednitz mientras el ejército se hallaba en retirada, y más tarde se encargó de fortificar Juliers. En 1798, Lejeune fue nombrado miembro del Comité de fortificaciones en Paris y luego, en 1800 después de Marengo, fue ascendido a Capitán y ayudante de campo del general Berthier, sirviendo en el Ejército de la Reserva. Durante los años de paz que siguieron, fue destinado al estado mayor de la 1ª división militar.
Cuando estalló la guerra en 1805, Lejeune continuó sus deberes como ayudante de campo del mariscal Berthier. Después de participar en la campaña de ese año, recibió un ascenso a Jefe de batallón. En 1806, mientras viajaba por Alemania conoció a los hermanos Senefelder que inventaron la litografía, y posteriormente introdujo la técnica en su regreso a Francia. Lejeune continuó sirviendo en el personal de Berthier durante las campañas de Prusia y Polonia de 1806 y 1807, y en 1807 intervino en el sitio de Danzig.
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Asalto en el monasterio de Santa Engracia, por Lejeune (4) |
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Batalla de Borodino, por François Lejeune (5) |
Debido a la falta de autorización de Lejeune para volver a Francia, en febrero de 1813 fue detenido y encarcelado en l\’Abbaye. Sin embargo, a las pocas semanas fue puesto en libertad, y luego, en mayo fue nombrado jefe del Estado Mayor del XII Cuerpo de Oudinot, si bien durante la lucha en Wurschen en mayo, fue herido por la caída de un caballo. A finales de agosto, Lejeune tomó el mando de la 3ª Brigada de la división de Durutte en el VII Cuerpo, y en septiembre luchó en Dennewitz. Mientras tanto fue nombrado Comandante de la Orden Militar de Maximilien-Joseph de Baviera. Lejeune todavía estaba al mando de una brigada cuando peleó en Hanau a finales de octubre, cuando una pieza de bola de cañón al explotar le dio en la frente, hiriéndolo gravemente y poniendo fin a su carrera militar.
MEMORIAS
Las memorias que nos legó Lejeune son harto entretenidas, en la línea de las escritas por otros militares como Marbot o Thiebault. Igual que en el caso de los mencionados, con un más que correcto estilo en la redacción de sus memorias desgrana sus abundantes vivencias tanto en las campañas militares como al servicio de varios estados mayores del ejército francés, lo que nos deja al tiempo un fiel retrato de los principales personajes que rodearon a Napoleón y del mismo Emperador.
\»No puedo negar que me sentía inquieto cuando atravesaba sin escolta un territorio donde hacía unos días habían asesinado al coronel Marbeau, al capitán Ménard y a dos o tres oficiales aislados que cumplían misiones. Pero, lleno de confianza en mi uniforme que inducía a error, y en mi habilidad para hablar cinco o seis lenguas extranjeras, no seguía más que mi deseo de servir a nuestra causa que me daba la presencia de ánimo, la alegría y la actividad necesarias para seguir adelante. Lo más dificil era urgir a los postillones en los relevos de posta, para que me dieran rápidamente los caballos antes de que la masa de curiosos se sintiera lo bastante fuerte como para detenerme. Puede que el espantoso juramento de los ingleses nunca haya dado un resultado tan bueno como en esta circunstancia donde, con oro y Ia- palabra mágica Goddamn, todo marchaba a pedir de boca. No obstante, un obstáculo bastante grave me retuvo a diez o doce leguas de allí. El día avanzaba, la noche caía oscura, mi guía no reconocía el camino. No había relevo de posta de caballos en el pueblo donde entré y no tenía otro recurso que ir a buscar al alcalde que era el tabernero del lugar. Me presenté como oficial inglés y le comuniqué mis demandas. Antes de responder, fijó sobre mí una mirada inquieta y escrutadora, y sólo rompió el silencio para decirme:
«No tenemos caballos. Usted es francés, y si le dejo partir ahora, probablemente le asesinarían los campesinos que salen de aquí. No entre en esta sala: hay mucha gente que se lo hará pasar mal; suba a esta otra que le voy a enseñar; yo le llevaré comida. Descanse sin temor hasta que se lo diga. Daré cebada a su caballo y le conseguiré un guía».
¿Qué hacer? ¿Qué hacer?, me preguntaba. Era tan peligroso partir como quedarse. ¡De día, si conocía el terreno, podría orientarme! Los cantos de los hombres instalados en la sala vecina no estaban hechos para tranquilizarme. Vociferaban el himno patriótico de la independencia nacional: «Vivir en cadenas, ¡cuán triste vivir! ¡Morir por la patria, ¡qué bello morir!». Por otra parte, el comportamiento del alcalde me parecía leal y, sin dudar mucho tiempo, le dije: «Verá que tengo fuerza para vender cara mi vida; su aspecto de hombre honrado me inspira confianza, y me fio de usted». Poco después, mi anfitrión me trajo ese buen pan de España, con pimiento rojo, y vino rancio de Valdepeñas. Bebí unos vasos, y me extendí sobre una estera de paja junto a mi sable, reflexioné sobre la importancia de mi misión y, encomendándome a Dios, me dormí agotado. A las tres de la mañana, vi cómo brotaba una pequeña luz al otro lado de la cerradura, y oí que mi puerta se abría lentamente. Era el alcalde que, al verme sentado y al acecho, me hizo señas para que guardara silencio, se acercó y me dijo: «Todo listo». Rechazó el dinero y terminó por aceptar una pieza de oro, me llevó hasta mis caballos, recomendó a mi nuevo guía que condujera bien a ese oficial inglés, me sostuvo el estribo y, dándome la mano con la expresión de un hombre que se alaba interiormente por una buena acción, empleó esa despedida cordial de los españoles: «Vaya usted con Dios».
2. En la retirada de Rusia:
-Desde hace tres días -dijo- tengo en casa a un general muy enfermo que come como diez personas. Casi no puedo saciar su apetito,y es exigente con los platos.
–¿Cuál es el nombre del general? -pregunté.
-Sus criados me lo dijeron, pero no me acuerdo. Está tan enfermo que lo llevaron de su coche a su habitación.
Cuando dejé la mesa, fui a que los criados del general me informaran del nombre de su amo. Me respondieron con arrogancia:
-Es el general de división conde de Baraguey-d\’Hilliers.
-Lo conozco mucho, quiero verlo.
-Está muy enfermo, no recibe a nadie.
Recabé algunas informaciones y las respuestas me parecieron sospechosas, así que insistí en entrar. Querían impedírmelo. Mis sospechas ganaron intensidad y empujé la puerta con impaciencia. Penetré a través de una antecámara en una sala bien iluminada, donde vi al principio una mesa en desorden para cinco o seis comensales. Tras esa mesa se extendía, sobre cuatro sillas, algo que se parecía a un cuerpo humano envuelto en su mortaja. Les pregunté dónde estaba el general y todas esas gentes con librea me rodearon suplicándome, en voz baja, que no los denunciara:
-¿Cómo? ¿Cómo? -dije sorprendido.
Me respondieron en un susurro:
-Nos han encargado que devolvamos a Francia el cuerpo del general; hemos pasado muchísima hambre durante la campaña, y para recuperarnos un poco, se nos ocurrió fingir que el general estaba todavía vivo, para que todos los días le sirvieran una comida abundante. Por favor, por favor, no nos denuncie.
-Creo que son sus criados los que consumen lo que piden para el general, si él está tan enfermo.
Confirmé su opinión, lo que la hizo reír mucho, y añadí:
-Se irán mañana a primera hora.
Esa partida pareció agradarla mucho. Mi hermana y yo nos despedimos de ella esa misma tarde, porque debíamos estar en camino antes del alba. Mi ligera carreta divertía mucho a los postillones que venían en cada posta a atar sus caballos. Me decían: «No llegaremos a la siguiente posta». Yo contestaba: «Entonces sólo durará hasta allí». Y esos astutos postillones se empeñaban en galopar todo el tiempo para romper mi equipaje. Me costó algo de cordel para consolidar mis ruedas, pero su malicia me hizo llegar a París dos días antes.\» (7)
Fuentes: